Por Pablo Semán – Pase lo que pase en las elecciones de 2025, los resultados de la política del gobierno de Javier Milei serán, como mínimo, inmensamente dolorosos para la mayoría de la población y, con bastante probabilidad, harán caer varios escalones los pisos de las expectativas colectivas.
En lo económico y social, el Gobierno podría definirse como «trotskista de derecha» en un sentido muy específico: la confianza absoluta en una ultravanguardia económica compuesta por financistas y empresarios de energía, que tendría la capacidad de arrastrar a la sociedad hacia el futuro por su propio peso y permitir un reordenamiento alrededor de las condiciones de producción que ellas puedan generar. También resulta afín al pensamiento de los herederos de León Trotsky (más que a este mismo) un rasgo de materialismo mecanicista que hace depender la estabilización de la revolución liberal de resultados económicos objetivos que serían incontrastables.
Sin embargo, ese mecanicismo económico precisa de política, de coerción: por eso mismo el Gobierno aplica una política que es primero de represión y luego de ajuste, entendida la represión en los términos en que es históricamente posible y efectiva en las actuales circunstancias: debido a las tendencias políticas, sociales y culturales contemporáneas, no son necesarias las mismas medidas que podría haber tomado una dictadura de cualquier país latinoamericano, pero más específicamente Argentina, especializada en violencia masiva y clandestina.
Las condiciones de posibilidad de Javier Milei
La represión basada en la espectacularización de la destrucción, en el ataque a las bases de sustentación de las organizaciones populares y en la aplicación de inyecciones subcutáneas de terror ahora bajo la forma de microdosis adquiere parte de su eficacia por los errores históricos de los dirigentes que se oponen a Milei.
La práctica política impuesta a los sectores populares por sus supuestos representantes, la verticalización absoluta, la estigmatización de la disidencia, la absolutización del estímulo económico, la radicalización verbal de la que muchas veces no hay retorno dan como resultado desasosiego y desorientación.
Los hijos del «volvió la política» hoy están entrampados por los errores de sus dirigentes, entre el «no sé lo que quiero, pero lo quiero ya» y la desmoralización en la que caen muchos cuando intentan defender lo bueno teniendo que defender al mismo tiempo lo indefendible.
Por la vía económica y política, el Gobierno pretende avanzar hacia la liquidación del patrimonio social de la Argentina (sindicatos; organizaciones sociales; modos de contratación; bienes y servicios públicos; protecciones al consumidor) con el objetivo mínimo de que no se planteen como posibles los avances del pasado. Es un proceso de desorganización nacional, como planteó Marcelo Falak desde este mismo espacio hace algún tiempo. La modernización económica a la que aspira el Gobierno por la doble vía de la expropiación en favor de la «turboburguesía» y la represión podría llegar a “salir bien” en un sentido que sería análogo al “salir bien” de Augusto Pinochet desde el momento en que aceptó y respaldó la política económica del ministro Hernán Büchi.
El resultado histórico de esa experiencia ha sido desastroso para las mayorías, pero en las circunstancias actuales y en Argentina lo sería mucho más porque enfrenta condiciones mucho peores.
Podría ser políticamente sostenible por un tiempo, pero socialmente no daría más que malos frutos. La modernización económica encargada por la vanguardia energético-financiera no tiene perspectivas de incorporar empleo y tampoco aparecen totalmente sostenibles los mercados internacionales en los que esos agentes sociales aprovecharían una bonanza de corta duración, muy parecida a la de la ciudad de Manaos en el siglo XIX.
Todo esto, en el contexto de una política errática en cuanto al tipo de cambio y totalmente lesiva respecto del empleo y el consumo. Podría ser sostenible políticamente la reducción del país a un gasoducto, pero no sería sin consecuencias negativas para la población. Si todo esto resultara políticamente sostenible por alguna razón -no faltan razones para ello-, sería social y políticamente tan dañino como el tiempo que dure la sostenibilidad electoral del Gobierno.
La apuesta a económica de un cambio de motores que pasa de las expectativas de campaña a los logros de la estabilización, y aspira a enganchar estos últimos de un eventual crecimiento por la vía de la exportación de energía, atraviesa un bache que se cubre con la crítica del pasado a la que tanto ayudan los reivindicadores incondicionales del mismo.
¿Llegarán a tiempo los dólares y las inversiones que permitan, aunque sea, la expectativa de que este presente de sacrificio rendiría efectivamente en un futuro? El sacrificio impuesto a la sociedad es tan grande y tan hondo que se necesitan anabólicos políticos para llegar a tiempo a un oasis muy probablemente ilusorio.
La batalla cultural
En las “batallas culturales” el Gobierno encuentra el combustible espiritual que le permitiría llegar con un caudal electoral lo suficientemente fuerte como para atraer a último momento a los que se enojaron durante el cruce del desierto y en ese momento vean llover maná del cielo.
Política electoral, acaparamiento de las oportunidades económicas de nueva generación, liquidación del patrimonio social de la Argentina para darle agilidad al tránsito hacia la nueva era, represión y contención y una performance agresiva permanente contra todo lo que una parte considerable de la población siente bronca. Todo esto, hecho en las fronteras físicas y simbólicas de la nación a las que el Gobierno disuelve tanto como el sistema jubilatorio, las organizaciones populares y las garantías sociales mínimas.
Hasta cierto punto, esto se parece muchísimo a una versión acelerada de la política de José Alfredo Martínez de Hoz, protagonizada por un bando de improvisados. Por eso, uno de los puntos débiles del Gobierno no sólo es la protesta social que, pese a todo, se hará presente, sino el destape de los casos de enfrentamiento intracasta bajo la forma de denuncias.
La casta es muchas cosas: firmas y personas físicas que detentan rentas monopólicas; redes profesionales que parasitan de tramas público-privadas que han sido institucionalizadas a la medida de esas redes; apropiaciones oligárquicas de los rendimientos sociales de las formas de organización popular; evasiones de forma leguleya o revolucionaria, pero de contenido corporativo, a cualquier sacrificio colectivo; dirigencias políticas que articulan en roscas los intereses de todos estos filamentos… El presidente ha puesto a unos contra otros y ha elegido a sus aliados: en los excluidos de la casta reside, junto a la resistencia social, uno de los peligros para el Gobierno.
Para bien o para mal, el fascismo era otra cosa. Fue la forma en que las clases dominantes rediseñaron sociedades en transición en las que aparecieron disruptivamente masas que se volvieron potencialmente revolucionarias y en las que la inminencia de la confrontación entre proyectos de expansión de esas clases dominantes permitió poner en el centro el nacionalismo.
Reducir el fascismo al carácter exasperado de un líder es como homologar todas las épocas de la historia por el hecho de que todas y todos los líderes políticos del mundo tienen blanca la parte blanca del ojo (la esclerótica). Intentar estirar el concepto para abarcar un supuesto invicto en las redes (a pesar de que, como lo demuestran los hechos, el descenso de la popularidad del Gobierno no se debió a su pérdida de predominio en esos medios) es aprovecharse de una convención al costo de una falsedad que tiene derivaciones políticas desmovilizadoras. Sería como capturar dentro de ese rótulo el hecho universal de que los políticos mienten y de que la palabra política nunca ha dejado de alimentar contradicciones, paradojas, inseguridades y angustias, lo cual es un dislate.
Calificar al Gobierno de fascista en ese contexto recoge simplemente la doble tentativa de usar lo que se cree que es el calificativo negativo más duro que se puede plantear en su contra y, al mismo tiempo, paladear la hazaña intelectual de usar categorías reconocidas.
Este gobierno es destructivo de la organización nacional y del tejido social que sostiene al país. No se necesita decirle fascista para estar radicalmente opuesto a él. Tampoco es distópico: a este lugar llegamos por caminos si no conocidos, previsibles. No salió de la nada ni de una mutación, una explosión nuclear, una recomposición absurda de principios organizativos. Surgió de las políticas del presente de hace unos pocos años. Surgió de la vida política, precisamente.
Volvamos a decirlo una vez más: a diferencia de las imaginaciones futuristas y del derrotismo digital de los falsos optimistas de la voluntad, el Gobierno cae en imagen más allá de su control del espacio de las redes. En todos los extremos de la fibra óptica hay sujetos imposibles de metabolizar in toto por las dinámicas digitales: los conflictos no se ganan ni se pierden ni se resuelven sólo en las redes ni, mucho menos, por obra del Gran Hermano.