Por Laura Di Marco – Ella actuó como ella: se victimizó y lo interpretó de un modo literal. “¿Así que ahora también me querés matar?”, sobreactuó por X. Una enorme actriz dramática, sin dudas. Lo paradójico es que, más allá de las metáforas poco felices, quien realmente está matando al peronismo –que incluye, desde luego, al kirchnerismo– es ella.
Cristina siempre tuvo una relación problemática con el padre del movimiento, que incluyó insultos a su figura (en privado, obviamente) y desprecio a sus leales, como muy bien solía relatar el fallecido y respetado Antonio Cafiero en sus imperdibles diálogos con su entonces compañera de bancada en el Senado. Fue el propio Cafiero quien acuñó aquella frase icónica sobre el 17 de octubre: “El peronismo necesita conmemorar el Día de la Lealtad porque es un movimiento lleno de traidores”. Son los actuales “Judas” y “Poncio Pilatos” de adentro, que tan bien supo detectar Cristina. De allí, su furia.
La clave del asunto es que, para revivir al peronismo, hay que traicionar al padre o a la madre política. Así fue siempre en la historia del movimiento, después de la muerte del líder, cuyo liderazgo era indiscutido. La reinvención va de la mano de un necesario recambio generacional y la construcción de una nueva narrativa que conecte con el ahora, pero, sobre todo, con el futuro.
Esa alma contingente, como diría el sociólogo Juan Carlos Torre, que mantenía joven al peronismo porque podía leer correctamente cada momento político, parece haber desaparecido. Cristina quiere capturar a los jóvenes, pero construye una oferta con José Mayans y Ricardo Pignanelli, mientras sus ojos en la nuca le hacen ver a Milei como un revival de Martínez de Hoz.
El mecanismo de reproducción del movimiento sigue una receta muy precisa: surge un líder novedoso, como Menem o los Kirchner, en su momento. Ese líder se presenta como “lo nuevo”, aunque su base sea la misma de siempre. En su narrativa de reconstrucción, el nuevo líder afirma que ahora sí estamos ante el auténtico peronismo, que él o ella pondrán en marcha al país, y que quien sea que haya estado antes traicionó al pueblo. Con este truco, por caso, nació la encarnación K: de un matrimonio que fue muy menemista en los 90, pero que debió abjurar del ideario de esa década para componer una nueva canción, en palabras del “Poncio Pilatos” bonaerense. Bajo este procedimiento, Eduardo Duhalde pasó de ser padrino de los Kirchner a “jefe de la mafia”.
Del mismo modo fracasó el intento de Alberto Fernández que, al no poder desprenderse de su madrina, jamás pudo lograr una encarnación novedosa, más allá de sus propias y enormes falencias políticas y personales.
En una palabra, es la sobrevida política de Cristina la que está trabando ese vivificante mecanismo de reproducción. Un mecanismo que es la gema del know how de nuestra The Crown. Luego de la derrota de 1983, el peronismo se reinventó mediante una interna y, de ese modo, logró hegemonizar los años que siguieron.
Como afirma el politólogo jesuita Rodrigo Zarazaga: la fragmentación de los partidos políticos afecta a todos los espacios, pero daña más al peronismo. ¿Por qué? Porque el movimiento creado por Perón le habla a un colectivo. Su “clientela”, por llamarla así, es un pueblo y un conjunto de trabajadores formales que hoy ya no existen. La columna vertebral está quebrada entre formales, informales y jóvenes a quienes no les interesa ser sindicalizados, ni mantener el mismo trabajo para toda la vida. Zarazaga, que lleva adelante profundas investigaciones en el conurbano, afirma, además, que cambió la identidad y la intensidad del peronismo en los barrios vulnerables. Pero sobre todo cambiaron las creencias y los valores de los más pobres. Hay nuevos modos en la pobreza, que los viejos popes peronistas no vieron venir. Aunque uno increíblemente sí “la está viendo”. Fue el periodista militante K Roberto Navarro.
“¿Ustedes vieron los actos de Milei? –se preguntó, días atrás–. Está lleno de gente humilde. ¡Milei se llevó a los pobres!”, gritó eureka, en plena epifanía. Fue en un editorial de su programa en el que, sin titubear, utilizó la palabra “llevar” para referirse a los pobres confirmando el viejo paradigma del peronismo: los ciudadanos menos favorecidos son de su propiedad. Y más aún: son fácilmente acarreables por migajas e incapacitados para elegir líderes nuevos.
El sueño oculto de Cristina, ya en la viudez y con la epopeya del 54% en las presidenciales de 2011, era ponerles una lápida a los “viejos carcamales” del PJ (así los llamaba ella) y construir, a través del kirchnerismo, una formación política superadora.
“Ustedes (los periodistas), que la critican tanto, algún día le van a tener que agradecer. Cristina va a correr del mapa a esta manga de impresentables”, afirmaba entonces un avezado operador radical K –que algunos sindicaban, incluso, como uno de los testaferros de Néstor Kirchner– en Cristina Fernández, la verdadera historia, la biografía no autorizada de la expresidenta. Pero la historia, caprichosa, fue completamente al revés. Despojada de otros poderes, Cristina se vio obligada a aliarse con los “impresentables” para pelear por lo que le queda: un sello con el que hoy se identifica apenas el 20% de la sociedad, según el consultor Juan Mayol (Opinaia) o, como máximo, el 30, como revelan las mediciones de Facundo Nejamkis, director de Opina Argentina.
Esta semana, Nejamkis presentó números sorprendentes sobre la interna peronista del 17 de noviembre. Ante la pregunta ¿con quién se siente más identificado?, realizada dentro del universo peronista, el 47% se inclinó por Kicillof y el 39%, por Cristina. ¿Y si el ex hijo político de Cristina le ganara la interna? Eso sí que sería matar a la madre, en términos metafóricos. Lo cierto es que, detrás del gobernador bonaerense, se alinean los que están hartos del látigo, el bullying político, el ninguneo y el sometimiento. Como se quejaba esa semana “el Cuervo” Larroque, examigo del alma de Máximo Kirchner y ahora ministro bonaerense: “No puede ser todo por la vía de la imposición”. Estamos asistiendo a un mix de The Crown y House of Cards.
Claro que Kicillof no es, precisamente, lo que podría llamarse un líder novedoso. Quería componer una nueva canción, pero terminó cantando la marcha peronista en el acto del 17 de octubre. Justo él que se formó en una agrupación estudiantil de izquierda (TNT) que detestaba al peronismo. La cara visible de su contienda es nada menos que Ricardo Quintela, que no es precisamente Churchill. Tampoco un líder disruptivo. Gobierna una provincia en llamas, donde 1 de cada 9 riojanos es empleado público, a quienes les paga con chachos. Detrás de Kicillof también se encolumna el tan poderoso como impresentable intendente de La Matanza, Fernando Espinoza, investigado por presunto abuso sexual. No pareciera una escudería muy marketinera hacia afuera, pero sí podría serlo hacia dentro del PJ, a la hora de animársele a ella.
Lo cierto es que difícilmente se rearme el sistema político tal como lo conocimos. Como afirma el ensayista Giuliano Da Empoli, el exitoso autor de Los ingenieros del caos (libro que explica a los Milei y los Trump de la vida): nada volverá a ser como antes. No significa que lo actual sea bueno: significa que estamos ante un cambio de escenario que parece haber llegado para quedarse. El que no se reinvente corre peligro de muerte. Vale para todos, pero sobre todo para el peronismo.