Por Pablo Mendelevich – Discurso histórico llamado a tener consecuencias políticas inmediatas.
“El encuentro con Francisco es una caricia al alma para los militantes populares que sufren una campaña de estigmatización”, dijo sin rehuir a la verbalización de lo obvio uno de los asistentes al encuentro pontificio celebrado en el Palacio San Calixto mientras preparaba, de vuelta en Buenos Aires, una “fila del hambre”, una protesta con formato de “comedor” y una marcha federal. Todo con la correspondiente expectativa de reponer los cortes de calles.
Perón, curiosamente, nunca supo lo que es estar frente a un papa. Y no porque no hubiera querido. A la vez su vida, tanto en el terreno político como en el personal, estuvo marcada en alguna medida por las escarpadas relaciones que él mantuvo con el Vaticano. El Vaticano de los papas italianos, se entiende, cuando nadie imaginaba que habría en el siglo XXI un primer papa extraeuropeo desde el año 690, mucho menos que sería argentino y peronista.
¿Sigue siendo una herejía decir papa peronista para quienes lo veneran como Santo Padre? Lleva ya once años la discusión en la Argentina sobre cómo conciliar la condición de sucesor del apóstol Pedro, vicario de Cristo, siervo de los siervos de Dios, con el jefe de Estado, el líder mundial, el líder político impar de reconocible argentinidad que paradójicamente no quiere volver a pisar la Argentina, escuchado en todo el planeta, respetado y adorado por millones de personas. Por comprensibles razones, durante dos mil años este problema, el de la apreciación de la partidización papal con coordenadas aldeanas, no se presentó en nuestro país con los 266 papas anteriores.
Pero tal vez convenga recordar que, como en todas las cosas, acá hay un contexto, un pasado que importa. El peronismo ha sostenido muchas veces una mimetización con la doctrina social de la iglesia. Y su propia historia está muy intrincada con el catolicismo. Jesuita vinculado en su juventud a esa heterogénea y mítica organización peronista calificada al mismo tiempo de derechista e izquierdista que fue Guardia de hierro, Bergoglio no es ajeno, no puede serlo, a este entretejido histórico de ideales, relatos y creencias.
En 1946, cabe recordarlo, el coronel Perón llegó al poder ayudado por los curas. La Iglesia era reacia a los planteos progresistas de la Unión Democrática respecto del divorcio, la separación de Iglesia y Estado y sobre todo la enseñanza religiosa en la escuela pública, que la dictadura anterior, con Perón como hombre fuerte, había institucionalizado.
Sin embargo, el líder, de fervor religioso también pendular, se alejó violentamente de la Iglesia católica en la década siguiente. Produjo un vuelco en 1954 -año de creación del Partido Demócrata Cristiano, con auspicio eclesial y sesgo antiperonista- al llevar la pelea con el clero local y con el Vaticano a extremos como la quema de las iglesias. Muchos autores consideran que aquella pelea fue el principio del fin, el germen de su derrocamiento.
Viene al caso recordar que el 22 de noviembre de 1954 (Jorge Bergoglio, un muchacho católico de Flores, tenía entonces 18 años y se acababa de recibir de técnico químico) todos los obispos suscribieron una carta en la que sostenían que los sacerdotes no debían participar en actividades políticas. Como respuesta Perón eliminó la enseñanza religiosa, echó a la totalidad de los profesores que la impartían, hizo aprobar una ley de divorcio y autorizó por decreto la apertura de prostíbulos, que estaban prohibidos desde 1936. Para Navidad en la capital se prohibió la exposición pública de pesebres y otras figuras religiosas.
Mientras la prensa peronista llevaba adelante una formidable campaña anticlerical, Perón acusaba a curas de subversivos, la policía los metía presos y la CGT organizaba un acto en el Luna Park con las consignas “Perón sí, curas no”, “¡Divorcio!”, “Ni curas ni comunistas”. Muchos peronistas católicos sufrieron el conflicto en su propia humanidad. El joven ministro de Comercio Exterior Antonio Cafiero se presentó ante el presidente y le dijo: “discúlpeme general, yo soy primero católico, después peronista”, y renunció.
A su vez el antiperonismo reconvertía el dilema propagandístico “Braden o Perón” en “Perón o Cristo”. El 9 de junio de 1955 la celebración de Corpus Christi derivó en una marcha opositora hacia el Congreso. Al día siguiente los manifestantes católicos fueron acusados de quemar una bandera argentina, a la que en realidad la policía le había prendido fuego dentro de una comisaría para que el gobierno pudiera exhibirla para levantar contra sus enemigos el cargo de “traición a la patria”. A renglón seguido Perón removió por decreto, como responsables de la marcha “subversiva”, a los monseñores Manuel Tato y Ramón Novoa, quienes pese a ser argentinos fueron “deportados” a Roma. El Vaticano respondió excomulgando a los responsables (no se especificaba en la medida el nombre de Perón). Horas después los aviones de la Marina, con la inscripción “Cristo vence”, bombardeaban Plaza de Mayo y causaban alrededor de 350 muertos. Esa noche fue la quema de las iglesias.
En 1961, cuando como exiliado Perón vivía junto a su “secretaria” María Estela Martínez en un departamento de la madrileña calle Doctor Arce, el régimen franquista le dejó saber (a través del médico Flores Tascón y de su esposa) que en la España católica y conservadora su concubinato no estaba para nada bien visto: debían casarse. Para sortear el escollo de la excomunión un obispo conocido autorizó a consumar, en privado, un “matrimonio de conveniencia”. Así fue como Perón se casó en terceras nupcias con la mujer a quien él ofrendaría como presidenta de la Argentina trece años después.
Pero el problema de la excomunión, sobre todo si Perón pensaba volver algún día a gobernar el país, seguía pendiente, por más que no estuviera del todo claro si la sanción tenía o no valor canónico. En la duda, Jorge Antonio y Raúl Matera le llevaron una carta personal de Perón al papa Juan XXIII. Perón expresaba arrepentimiento y pedía la absolución. Eso derivó en un decreto papal que levantó oficialmente la excomunión. Perón se alborozó al recibir en Madrid una copia del decreto el 13 de febrero de 1963.
Financiado y en parte organizado por la logia masónica Propaganda Due, el vuelo del retorno del líder exiliado a la Argentina, en 1972, partió de Roma, como se sabe, y no de Madrid, donde el general vivía. Eso se debió, entre otras razones, a que Licio Gelli y Ginacarlo Elia Valori, gran maestro venerable y operador principal de la P2, le aseguraron a Perón que Paulo VI lo recibiría gracias a la influencia de ellos en el Vaticano. Perón, que buscaba prestigiarse a nivel internacional y desimpregnarse de Franco, tenía especial interés en conseguir un respaldo del pontífice.
Pero el plan falló. Se tuvo que conformar en Roma con ser visitado por el canciller del Papa, monseñor Agostino Casaroli. El miércoles 15 de noviembre de 1972, mientras estaba aterrizando en Fiumicino el charter de Alitalia que lo iba a buscar con un centenar y medio de dirigentes peronistas, actores, leyendas del deporte, escritores, militares y futuros guerrilleros, Perón recibía en el Palacio Velabro, en el Palatino romano, a monseñor Casaroli (en rigor, quien lo recibió en la puerta del palacio para acompañarlo al segundo piso fue el mayordomo ad hoc José López Rega).
¿Por qué Paulo VI no quiso darle audiencia a Perón, a quien ya le había levantado la excomunión Juan XXIII? Probablemente debido al padre Carlos Mujica.
En el chárter los únicos dos representantes de la iglesia seleccionados en representación de todo el peronismo eran Mujica y el menos conocido Jorge Vernazza, ambos tercermundistas.
Un cable reservado del 21 de noviembre de 1972 que Santiago de Estrada (padre), entonces embajador argentino en Roma, le envió a Eduardo McLoughlin, canciller de Lanusse, decía sin rodeos que “la Santa Sede había observado con atención (…) la inclusión en la comitiva de reconocidos sacerdotes tercermundistas cuya presencia podría interpretarse como una postura indecorosa en el conflicto al interior de la iglesia. Por eso decidió anticiparse a los hechos y hacer saber al interesado que no hubiera sido prudente pedir audiencia. De ahí surgió la idea de que Casaroli se reuniría con Perón para explicarle las razones que desaconsejaban la audiencia”.
Fue la vez que Perón más cerca estuvo de reunirse con un papa. Con el tiempo la frustración fue subrayada: el 30 de marzo de 1973 Paulo VI le dio una audiencia de 35 minutos al presidente electo Héctor Cámpora con toda su familia. En junio aceptó las visitas de la vicepresidente Isabel Perón (55 minutos) y de su acompañante, el ministro López Rega.
El peronismo revolucionario se nutriría en los setenta de jóvenes surgidos de Acción Católica, en especial los que fundaron Montoneros, alentados por el invariablemente protagónico padre Mujica.
A la luz de estos antecedentes, de estas idas y vueltas, de estos cruces trenzados del mundo peronista con el mundo católico, resulta aún más asombrosa, y con ojos del siglo XX tal vez hasta hubiera parecido surrealista la escena del viernes pasado en el Palacio San Calixto, una de las propiedades extraterritoriales del Vaticano. No sólo por las palabras del Papa, también por la atmósfera rebelde (“ustedes no se achiquen, vayan al frente”), la sutileza -más bien escasa- de responder partidariamente a las más eufóricas consignas de Milei. El Santo Padre no sólo rozó en forma ponderativa el trípode identitario de la doctrinaria peronista -justicia social, independencia económica, soberanía política- sino que la sazonó con la baja complejidad que caracteriza al relato peronista cuando describe un mundo de ricos malos y pobres buenos. Muchas veces, explicó Francisco como si emulara un discurso de Máximo Kirchner en el Congreso, las grandes fortunas poco tienen que ver con el mérito, sino que son rentas, herencias, fruto de la explotación de personas, de la expoliación de la naturaleza, de la especulación financiera o de la evasión impositiva, derivan de la corrupción o del crimen organizado. Muchas fortunas se amasan así, dijo el pontífice.
Fue entonces cuando contó que le habían mostrado un video (difícil pensar que no haya sido Juan Grabois con su celular) en el que se veía la represión, así dijo el Papa, de “obreros, gente que pedía por sus derechos en la calle”, aparente alusión a las protestas que hubo frente al Congreso cuando el oficialismo logró sostener el veto del presidente Milei al aumento a los jubilados.
“La policía la rechazaba con una cosa que es lo más caro que hay, ese gas pimienta de primera calidad, porque no tenían derecho a reclamar lo suyo”, explicó. “Porque eran revoltosos, comunistas, no, no, no, y el gobierno se puso firme y en vez de pagar justicia social pagó el gas pimienta, le convenía”. Palabras estas algo desordenadas. El Papa las improvisó. No estaba leyendo. Pero resultan significativas debido a la certeza de que no se trataba de “revoltosos” ni “comunistas”. Quién sabe con qué fragmentos lo había convidado Grabois.
Así de deshilachada fue también la referencia al ministro argentino cuyo secretario cobraba coimas. ¿Qué ministro? ¿Qué secretario? ¿De qué gobierno? ¿Qué contratista se lo contó? No hubo precisiones, lamentablemente, lo que tal vez diseminó sospechas sobre los ministros honrados y sobre el gobierno vigente. Lo más extraño acá es el momento elegido por Francisco para hablar de coimas en el Estado, tema que el Papa ahorró durante la era kirchnerista pese a la cantidad de funcionarios condenados y a las decenas de procesos en curso.
Francisco les dijo a los dirigentes sociales: “Tienen que estar ahí rompiendo la paciencia para que haya justicia” pero “siempre dentro de la no violencia”. A lo mejor para el próximo encuentro el Papa consigue alguien que le deje ver los videos completos.