Por Martín Rodríguez Yebra – Javier Milei y Cristina Kirchner son dos eximios monologuistas, convencidos de que podrían ganarle un debate a quien fuera si existiera alguien merecedor de enfrentarlos. El show de cartas, tuits y discursos que se dedicaron el viernes exhibió el abismo que los separa en términos ideológicos, pero dejó entrever también la fascinación mutua de reconocerse en las palabras del otro como el rival preponderante.
Como en un pacto no escrito, dieron un paso en la configuración de una nueva grieta que los ubica en polos extremos de un sistema político atomizado, donde se difuminan las lealtades partidistas y reina la desorientación. La puesta en escena de una enemistad en apariencia irreductible echa humo, además, sobre las negociaciones culposas entre los libertarios y el kirchnerismo para reconstruir el sistema judicial argentino.
A Milei la reaparición de Cristina le cayó como una señal de las Fuerzas del Cielo. Ocurre en pleno rediseño de su perfil de conductor político y cuando necesita otro orden de cosas para resistir las amenazas a su gestión que plantea un Congreso donde La Libertad Avanza está en minoría.
Después de la aprobación de la Ley Bases y el paquete fiscal, soñaba con gobernar por decreto y adormecer a un Parlamento poblado de “los perdedores de las elecciones”. La ley opositora que impuso un aumento a las jubilaciones sacudió el desdén del presidente por “el barro de la política”. Se resignó entonces a seducir al Pro y a acomodar el caos de los bloques libertarios, adictos al escándalo.
Su objetivo módico en ese terreno consiste en construir una minoría de bloqueo que impida a sus rivales rechazar el veto presidencial a los cambios previsionales y a cualquier otra decisión que aumente el gasto público. Con un tercio de los diputados le alcanza.
Aunque activó una mesa chica de discusión política y aceptó recibir a legisladores aliados, Milei se concentra en el papel en el que se siente más cómodo: la batalla cultural.
Es un terreno en el que la victoria está más a mano que en la economía, que lo expone todo el tiempo a la contradicción entre su ideario y las carencias que le toca administrar.
Necesita un equilibrio entre lo que le hizo ganar las elecciones –la promesa de una liberalización radical de la economía, la denuncia de “la casta”– y aquello que le permite sobrevivir –el cepo cambiario, los aumentos escalonados de tarifas, los acuerdos de continuidad con el antiguo régimen–.
Milei puede celebrar la baja pronunciada de la tasa de inflación, el ajuste del gasto, el dólar quieto y la escasa conflictividad callejera. Pero esos logros conviven con la peor recesión en 20 años y la duda persistente del sector financiero sobre la capacidad argentina de acumular reservas de cara a un 2025 desafiante en términos de deuda.
El gran triunfo retórico del presidente ha sido su habilidad para apalancarse en un pasado ignominioso –la herencia de Alberto Fernández y el cuatro gobierno kirchnerista– y ofrecer un futuro de grandeza. Ha logrado imponer en un sector muy amplio de la opinión pública la lógica del “vamos ganando”, aunque el partido apenas haya empezado.
Puede decir que “las jubilaciones están volando”, ajeno a la empatía y a las matemáticas. O aplaudir sin miedo a su ministro de Economía, Luis Caputo, cuando pronostica que en la Argentina “van a sobrar los dólares”.
El relato se alimenta con la esperanza y la ira. Por eso Milei ha radicalizado aún más su discurso. De un lado están los propios y aquellos aliados que depongan las armas; del otro solo “ratas inmundas”. El consenso es una trampa: llegó a decir esta semana que “cuanto más voto tiene un proyecto en el Congreso peor es para la sociedad”. La crítica o la pregunta escéptica del periodismo se asemeja a un crimen.
Difícil encontrar un resumen más contundente en la historia argentina del desdén de un dirigente hacia la prensa libre que el discurso de barricada que Milei ofreció el jueves en el Foro de Madrid, convocado en el CCK por los españoles de VOX y otras fuerzas de la ultraderecha internacional.
En 46 minutos de alocución acusó a los periodistas “propagandistas en venta al mejor postor”, “ensobrados”, “esbirros”, “pauteros”, “corruptos”, “cómplices” de Alberto Fernández y su cuarentena eterna, conspiradores que “ponen palos en la rueda deseando que todo estalle” y que reclaman “censura para el que piensa distinto”. Los llamó “vomitivos y repugnantes”, “caraduras”, integrantes “de la casta” que mantienen “relaciones carnales” con la vieja política porque “tienen el culo sucio”. Denunció que lo atacan porque “están llenos de insolencia y de impiedad”. Y llamó a sus seguidores a resistir: “El cielo los aplastará delante nuestro”.
Quiso la casualidad que esas palabras coincidieran con la publicación de la columna que firmó el editor de The New York Times, Arthur Sulzberger, sobre la “silenciosa guerra contra la libertad de expresión” declarada por gobiernos autoritarios de distintos puntos del planeta. Detalla allí una suerte de manual de instrucciones de cinco puntos que esos líderes aplican para condicionar a las voces críticas.
El mandamiento 1 recomienda: “Crear un clima propicio para la represión de los medios, sembrando desconfianza en la opinión pública sobre el periodismo independiente y normalizando el acoso a los periodistas que lo integran”. El 3 sostiene que se deben “escalar los ataques contra los periodistas y sus empleadores, alentando a los partidarios del poder de otras partes del sector público y privado para que adopten esas mismas tácticas”. No se olvida, en el 5, de que no se trata solo de castigar a los medios independientes sino de “recompensar a quienes demuestran lealtad y sumisión al gobierno”.
¿Cuánto de eso resuena en la Argentina, donde el gobierno libertario celebra un tipo de comunicación sectaria, partidista, que desprecia el disenso, banaliza los datos y editorializa desde el insulto?
A Milei no lo asiste aquí la ventaja de lo disruptivo. Cristina Kirchner podría suscribir el manual revelado por Sulzberger, incluso en los puntos que este gobierno no ha incursionado, como aquellos que refieren a “manipular el sistema legal y regulatorio para castigar a periodistas y organizaciones de noticias” o a “hacer una explotación de la Justicia, en general a través de causas civiles, para imponer sanciones logísticas y financieras adicionales” a la prensa.
El decreto que limitó el derecho de acceso a la información hace juego con la estrategia de construir un cerco entre el Estado y el periodismo inquieto. Y encendió otra vez la desconfianza del Pro, atrapado en el pantanoso juego de pactar con un gobierno que conquistó a su electorado y no está dispuesto a compartir el ejercicio del poder real.
La ley de acceso a la información era una bandera de transparencia de la que se vanagloriaba la gestión de Mauricio Macri. Las quejas de diputados del partido amarillo y de los ex Juntos por el Cambio encontraron el aparente interés del jefe de Gabinete, Guillermo Francos, pero se toparon con una pared cuando llegaron al asesor sin cargo Santiago Caputo. Francos prometió en la Cámara de Diputados una revisión; Caputo la negó de plano. Aprovechó el revuelo para afianzar su predominio interno en la Casa Rosada. “Ganen las elecciones y después reglamenten las leyes como quieran”, les mandó decir a los aliados quejosos. Cristina hizo escuela: la soberbia no tiene ideología.
La opacidad tranquiliza al poder, pero no es una herramienta infalible. A Milei se le atragantó la cena del miércoles cuando vio en redes cómo el senador Bartolomé Abdala contaba alegremente en televisión que tiene “unos 15 empleados” públicos asignados a hacer campaña por él en San Luis porque quiere ser gobernador.
Fuentes de la Casa Rosada dicen que el primer impulso fue echarlo. Pero Abdala no es un legislador cualquiera: lo eligieron presidente provisional del Senado, es decir integra la línea de sucesión presidencial. Hoy La Libertad Avanza no tiene manera de formar una mayoría para reemplazarlo. “Y además, ¿a quién pondríamos?”, se sincera una fuente oficialista. El bloque de senadores expulsó la semana pasada a Francisco Paoltroni, por oponerse a la nominación de Ariel Lijo en la Corte y por criticar sin tapujos a Santiago Caputo. Abdala es uno de los seis que quedan en el bloque. El que consideraban “más articulado”.
Se optó finalmente por la continuidad y mirar para otro lado. El pecado de Abdala no fue acomodarse a los privilegios de la casta, sino su imprudencia declarativa. Nadie en el Gobierno ordenó a sus legisladores renunciar al festival de contratos, pasajes, viáticos y otras ventajas que vienen con la banca.
La selección de la gente que lo acompaña es una materia pendiente en la formación de Milei como líder. Deberá afinar el ojo a futuro, sobre todo si no quiere poner en duda su reciente autoproclamación como “uno de los dos políticos más importantes del mundo” y como el responsable “del mejor gobierno de la historia argentina”.
Acaso por eso sintió la necesidad de dar un mensaje hacia dentro por primera vez. Les dijo a sus seguidores que lo que tienen enfrente es “el partido del Estado, o sea, la casta” y les reclamó: “La única manera de presentarles batalla es con organización y disciplina de nuestro lado”.
Venía de tener dos días antes una discusión a los gritos con su diputada Lilia Lemoine, a quien acusaron en círculos kirchneristas de amenazar con la difusión de imágenes comprometedoras para el presidente. “Todos los días nos salen con una nueva. A veces Javier les quiere cortar la cabeza a todos”, relata una fuente de trato asiduo con el presidente.
Lemoine jura lealtad y se declara víctima de operaciones arteras. A veces no puede con su genio, como cuando difundió un video en el que ella y otros libertarios como Fernando Cerimedo bromean con las razones para apoyar la nominación de Lijo. Desde “lo vi salvar a un bebé de un incendio” a “desarrolló la cura de un problema genético”. Cualquiera diría que se estaban mofando de los argumentos que dio Milei (llegó a destacar a Lijo como el máximo experto en ciberdelito, pese a que el juez no puso una línea sobre ese tema en el frondoso currículum que presentó ante el Senado).
Cinismo aparte, el plan Lijo se estancó por decisión de Cristina. Ya avisó, por boca del senador Mariano Recalde, que demanda una negociación más amplia. Quiere poner sobre la mesa una ampliación de la Corte (que Milei por ahora no avala), la designación del procurador general y la cobertura de más de 140 juzgados vacantes. Santiago Caputo mantiene la línea abierta con el “enemigo kirchnerista”.
El mensaje de Cristina del viernes fue una forma de posicionarse en esa discusión. Disimulada en el repudio al modelo económico de Milei, la expresidenta presentó la mayor autocrítica de la que ha sido capaz hasta hoy. No usa la primera persona a la que es tan afecta, pero cuando describe los errores de interpretación del peronismo está revisando su propio pasado.
Se posiciona así como el motor de una refundación ideológica que el partido de Perón hace tiempo pregona hacia adentro sin que nadie se anime a pasar a la acción. En momentos en que se discute su figura y su papel inocultable en el fiasco de Alberto Fernández, ella los mira a todos desde arriba. Y consigue la réplica del presidente, que la reconoce como par y le concede la gracia de su atención. Un discurso entero de 1 hora y 20 le dedicó el viernes, en el que celebró haberle dado “un knockout”, sin detenerse a pensar en lo inconveniente de la metáfora.
En términos políticos, una Cristina protagónica es para Milei lo que el cepo es en la economía: un reaseguro para su popularidad. Mucho más fácil que explicar un concepto es poder señalarlo con el dedo.