El odiador es el otro

Puede que Fernando Andrés Sabag Montiel, el hombre que protagonizó el repudiable intento de asesinato a Cristina Fernández de Kirchner, sea un lobo solitario o un desequilibrado.

Javier Calvo – Pero llegó a gatillarle a centímetros de la cabeza no solo por la impericia de la custodia policial. Arribó a ese momento impactante, que de milagro no fue trágico, transportado por un clima de época cada vez más inflamable, que se debería intentar desandar cuanto antes.

Voces muy autorizadas y respetables vienen advirtiendo los efectos venenosos de este caldo de cultivo, en la Argentina y gran parte del mundo, que se cocina a base de intolerancia social, extremismo político y violencia verbal.

El plato del odio está servido. Y va copando el menú principal de los hechos y discursos públicos, gracias a la lógica temeraria de un sector intenso de la dirigencia, los medios y las redes.

Así, para lograr sentarse en esa mesa del poder que da la visibilidad, hay que gritar más, desacreditar hasta el paroxismo y generar situaciones que ahonden las diferencias. Son ellos o nosotros.

Semejante negación lastima gravemente la convivencia democrática y, en el caso argentino, empieza a romper ciertos consensos que se alcanzaron con mucha dificultad desde el triunfo electoral que le dio la presidencia a Raúl Alfonsín.

Ese Nunca Más no se limitó a los crímenes de lesa humanidad o al respeto de los derechos humanos. Incluye dar vuelta la página de los regímenes autoritarios, zanjar las diferencias partidarias o ideológicas en las urnas y desterrar la violencia política.

De la mano del progresivo empobrecimiento económico y del fracaso de sucesivas administraciones multicolores, esos acuerdos han empezado a formar parte de una disputa peligrosa. Valoremos al menos que a nadie se le ocurren alternativas de otra cosa que no sea la democracia.

En estos cuarenta años, aquel consenso salió airoso de pruebas tan difíciles como dolorosas (sublevaciones militares, Tablada, dos atentados terroristas). Se resquebrajó con la muerte del fiscal Alberto Nisman, cuyo final sigue sin esclarecer una Justicia integrada a la polarización. Retumba y ensordece ahora ante la tentativa de magnicidio.

Para bajar un cambio sería deseable dejar de estimular las señales permanentes de que el problema es el otro. El otro es el que odia. El otro es el autoritario. El otro es el chorro. El otro es el violento. La paja siempre en el ojo ajeno. ¿Desde qué superioridad moral o cinismo automático venimos?

Sin necesidad de acusar a nadie en particular, acaso como un aporte a la desescalada demandada, porciones importantes del oficialismo y de la oposición insisten en dar ciertos mensajes poco constructivos al respecto en las últimas horas.

Hubiera sido todo un gesto que al acto en Plaza de Mayo, o a alguno en la Casa Rosada, fueran invitados y participaran todos los expresidentes democráticos, Cristina incluida. O que desde el FdT y JxC levantaran por un tiempito el pie del acelerador de las acusaciones, también en torno al contexto del atentado.

Se podría pensar que aspirar a un cambio en ese tipo de actitudes implica una ingenuidad que desconoce por qué y cómo llegamos a esta situación. O todo lo contrario: hay que cambiar porque nos trajo a este abismo, que es más complejo que el de cualquier crisis socioeconómica.

Ojalá haya liderazgos que revisen estas dinámicas y estén a una altura que nos permita superar esta anomia. Los medios y la sociedad también deben asumir y reclamar esa transformación cultural. Más vale tarde que nunca.