El pecado original del kirchnerismo

No es un secreto que, para Cristina Kirchner, su propia libertad y la de sus hijos es una prioridad absoluta, de ahí sus esfuerzos desesperados por arrancar al Consejo de la Magistratura.

Por James Neilson – Muchos norteamericanos creen que Joe Biden es un político sumamente corrupto; a juzgar por la evidencia disponible acerca de las andanzas internacionales de su hijo, puede que estén en lo cierto. Otros están convencidos de que Donald Trump es aún peor que el hombre que lo derrotó en las elecciones de noviembre de 2020. Y los hay que, basándose en información que es de dominio público, dan por descontado que ambos se han enriquecido por medios ilícitos. Algo similar, si bien de manera menos escandalosa que en Estados Unidos, sucede en los demás países democráticos, incluso en aquellos en que a veces un ex presidente, como el francés Nicolas Sarkozy, se ve condenado a varios años de cárcel por haber violado la ley, pero puede que la Argentina sea el único en que un personaje con un prontuario tan atestado de pruebas difícilmente controvertibles como Cristina haya conseguido dominar el escenario político durante más de una década con el apoyo entusiasta de una multitud de “idealistas” de izquierda, intelectuales, artistas populares, jueces e incluso el sumo pontífice de Roma que, sería de suponer, es el guardián moral del rebaño católico al que tantos dicen pertenecer.

No se trata de un detalle anecdótico. El que sean tan abrumadores los motivos para dudar del apego a la ley de “la doctora” ha contribuido enormemente a agravar la ya terrible enfermedad debilitante crónica que sufre el país desde vaya a saber cuántos años. ¿Sería posible cerrar “la grieta” que angustia a los biempensantes sin exigir que todos finjan creer que Cristina Kirchner realmente es inocente de los cargos en su contra? Claro que no. Si sólo fuera cuestión de discrepancias en torno al rumbo económico, digamos, el kirchnerismo podría entablar diálogos racionales con las demás fuerzas, pero sucede que está en juego algo que es mucho más fundamental. A menos que casi todos se resignen a reivindicar lo que la mayoría toma por una mentira burda, no habrá forma de superar el abismo que separa a las corrientes políticas que están en pugna.

No es un secreto que, para Cristina, su propia libertad y la de sus hijos es una prioridad absoluta, de ahí sus esfuerzos desesperados por arrancar al Consejo de la Magistratura, que Horacio Rosatti ya preside, de las manos de la Corte Suprema. La obsesión de la vicepresidenta con lo que llama “lawfare”, o sea, con la insolencia de aquellos juristas que tratan a personas como ella como si fueran meros mortales comunes, está detrás de su alzamiento contra el gobierno encabezado por su criatura, Alberto Fernández, so pretexto de que le es insoportable el arreglo relativamente innocuo que Martín Guzmán alcanzó con el Fondo Monetario Internacional.

De no haber sido por la viva preocupación que a Cristina le ocasiona su poco promisoria situación legal, su actitud frente a lo que sucedía el país hubiera sido radicalmente distinta. Si bien a esta altura es inútil preguntarse cómo hubieran evolucionado su propia gestión y la de su marido si, desde el vamos, los dos se hubieran comportado como dechados de rectitud, no cabe duda de que los resultados hubieran sido muy distintos y, a buen seguro, decididamente mejores para el país y sus habitantes de lo que efectivamente fueron.

Asimismo, aun cuando no le gustaran demasiado las medidas económicas ensayadas por Alberto y el equipo precario que lo acompaña, si no fuera por sus problemas con la ley se hubiera abstenido de ordenar a sus seguidores divertirse saboteándolas. Puede que Cristina sea incapaz de sentir remordimiento por lo que hizo cuando la oposición estaba dividida en media docena de pedacitos, pero parecería que la conciencia de que no le sería dado convencer a un juez ecuánime de que nunca se apropió ilegítimamente de un solo peso ha inficionado su mente, llevándola a adoptar posturas que de otro modo le hubieran parecido insensatas.

Lo entiendan o no los incondicionales que no vacilan en arrodillarse ante su lideresa, festejando todos sus caprichos como si fueran genialidades, la corrupción que ha sido la característica más impactante de los gobiernos de Néstor Kirchner y su heredera principal es el pecado original del poderoso movimiento político que la pareja fundó, la tara que lo ha distorsionado tanto que en la actualidad plantea un peligro a la democracia ya que, para defender a su jefa, los militantes están dispuestos a ir a virtualmente cualquier extremo. No pueden ignorar que las embestidas repetidas contra la Corte Suprema -mejor dicho, contra el Poder Judicial y por lo tanto el estado de derechose deben exclusivamente a su voluntad de purgar a la Justicia de aquellos jueces, fiscales y otros que podrían ser reacios a ubicarla por encima de la ley y de los principios éticos más básicos. Nada parecido ha ocurrido últimamente en el resto del mundo democrático. Sólo en las dictaduras, como la del belicoso ruso Vladimir Putin al que tanto admira, ha operado del mismo modo el oficialismo de turno.

Sería reconfortante suponer que la corrupción consentida es una patología que sólo afecta a la clase política y sus anexos empresariales, pero no es así. Incide profundamente en la forma de pensar y por lo tanto en la conducta de casi todos los demás miembros de la sociedad. Al privilegiar de forma tan ostentosa la deshonestidad, los dirigentes hacen que cada vez más personas sientan que el éxito o fracaso no dependen de sus esfuerzos propios sino del intercambio de favores con quienes presuntamente están en condiciones de ayudarlas, razón por que la militancia rentada está experimentando un boom. ¿Por qué perder el tiempo trabajando si uno gana más participando de un acampe o una manifestación callejera meticulosamente escenificada?

Y, como no pudo ser de otra manera, también influye de manera muy negativa a jóvenes que crecen en una sociedad en que se supone que hasta las opiniones presidenciales están en venta. ¿Por qué estudiar con ahínco, si todos saben que el mérito así alcanzado es una aberración burguesa despreciable?

Nada de eso ocurriría si no fuera por el hecho de que millones de hombres y mujeres, aproximadamente la tercera parte del electorado según los sondeos más recientes, se resisten a tomar la corrupción en serio. No es que todos aquellos que automáticamente votan por candidatos kirchneristas están convencidos de que Cristina, Amado Boudou, Julio De Vido, José López y los demás sean víctimas de una perversa campaña mediática y la maldad de jueces venales, sino que propenden a creer que cuando de sacar provecho de las oportunidades para lucrar todos los políticos son iguales pero los kirchneristas, acaso por el estilo plebeyo que algunos operadores cultivan, les parecen más solidarios que sus rivales macristas o radicales. No sirve para mucho señalarles que la miseria en que la mayoría vive se debe al prolongado reinado peronista en el conurbano bonaerense y otros distritos pauperizados. Tanto aquí como en otros países, las lealtades políticas se basan más en preferencias emotivas, para no decir tribales, que en análisis más o menos objetivos.

De más está decir que la sensación nada arbitraria de que la clase política en su conjunto es irremediablemente corrupta, aunque sólo fuera porque todos sus integrantes se han acostumbrado a codearse con sujetos que han declarado la guerra a la Justicia que, por su parte, ha sido viciada por sus lazos con los políticos más influyentes, entraña el riesgo de que se amplíe todavía más la brecha que la separa del grueso de la población del país, como sucedió por un rato veinte años atrás al caer la convertibilidad y hacerse oír el grito “que se vayan todos”. De continuar prosperando la prédica contra “la casta” de Javier Milei, que últimamente ha adoptado la mismísima Cristina porque teme verse abandonada por quienes la han protegido, dejaría de ser improbable una ruptura del sistema democrático imperante.

El máximo tribunal de Justicia declaró la inconstitucionalidad del Consejo de la Magistratura y provocó un cimbronazo en el Gobierno.

Si se difunde la convicción de que el gobierno peronista, manejado indirectamente por kirchneristas que están más interesados en inmovilizarlo que en fortalecerlo, sencillamente no está en condiciones de atenuar los problemas más urgentes del país -sería excesivo pedirle solucionarlos-, una proporción significante de la gente podría preferir un salto al vacío a esperar hasta que, por fin, llegara la posibilidad de cambiarlo por otro sin tener que echar por la borda las reglas fijadas por la Constitución nacional. Por cierto, de continuar la inflación a romper las barreras frágiles erigidas por el gobierno de Alberto, no sorprendería en absoluto que el caos socioeconómico resultante provocara consecuencias políticas igualmente disruptivas.

Merced en buena medida a los errores perpetrados por los gobiernos kirchneristas y lo decepcionante que resultó ser el ínterin macrista, el grueso de la población está por pasar por una picadora de carne económica que destrozará un sinfín de proyectos de vida. Para poder recuperarse de lo que le aguarda, el país necesitaría no sólo contar con un buen gobierno sino también con una sociedad que sea lo bastante vigorosa y coherente como para aprovechar al máximo el capital humano que aún le haya quedado después de largos años de convivir con la corrupción sistémica, una enfermedad que tanto la ha perjudicado que no le sería del todo fácil emprender el esfuerzo colectivo que le será exigido.