El estallido silencioso de una sociedad sometida a la ficción de Cristina Kirchner

La vicepresidenta descubre que su artefacto de poder no funciona y que su delegado en la Casa Rosada ha sido un gestor torpe; la decadencia económica y la gestión de la pandemia fueron el caldo de cultivo de un monumental voto castigo.

Por Jorge Fernández Díaz – El exuberante polígrafo brasileño Nelson Rodrigues solía decir que solo los profetas ven lo obvio. Con el diario del lunes, la pregunta más honesta es por qué los profetas del Servicio Meteorológico de la Política Nacional no anticiparon el tsunami. Los datos eran fríos e inapelables: el PBI había caído a niveles del año 2002, la pobreza se había disparado a escalas desconocidas, la inflación se había consolidado en 50 puntos, casi dos millones de ciudadanos habían resbalado de la clase media baja, decenas de miles de pymes y comercios habían quebrado con la cuarentena más larga e irresponsable del mundo, campeaba un creciente desempleo en blanco y en negro, el dólar se disparaba y estaba en la portada de las noticias, y ese infalible predictor -el salario real- se había deteriorado. Estos indicadores derivaron siempre en una paliza electoral para otros gobiernos. ¿Por qué se libraría entonces de ese Waterloo el cuarto gobierno kirchnerista? Cuidado con el narcisismo de los falsos augures. Seamos sinceros. Todos creímos de una u otra manera en el mito: con su aparato, sus recursos, sus trampas, su unidad partidaria y su pragmatismo inescrupuloso, el Estado peronista vencería a la realidad. El voto castigo sería así neutralizado por el voto cautivo, como sucede en feudos provinciales donde la dependencia estatal es tan acabada que el ciudadano se traga la bronca y finalmente apoya con miedo y resignación el statu quo para no agravar su problema. Ese y no otro es el “punto de no retorno” que el populismo busca extender, hasta ahora infructuosamente, a todo el país. Todavía la sociedad argentina, como se vio en las urnas, no consiente ese destino. Y es bueno recordar aquí, aunque sea como nota al pie, el simple pero fundamental concepto del politólogo polaco Adam Przeworski: “La democracia es el sistema en el que los oficialismos pierden las elecciones”.

Los letales malentendidos no terminan allí: Cristina Kirchner se inventó hace dos años un castillo argumental donde vivir con extremo confort y curar sus heridas, y por un momento logró que casi todos aceptaran esa ficción. Parafraseando a Martínez Estrada, la arquitecta egipcia soñó una falacia y nosotros le creímos. El asunto es, como recodarán, más o menos así: sin ella no se podía, con ella no alcanzaba; por lo tanto, era necesario unificar al peronismo y colocar un señuelo para pescar en el mar del voto moderado. Esa ocurrencia electoral resultó tremendamente exitosa, pero una vez decantados los números reales, la Pasionaria del Calafate hizo su propia lectura íntima: el resultado era tan abrumador que quizá incluso sin Alberto Fernández y sin Sergio Massa, se habrían impuesto igual sus muchachos más fieles y fanáticos; los guarismos probaban de manera “irrefutable” que el pueblo añoraba los “tiempos dorados” del cristinismo y que por eso había entronizado en la provincia de Buenos Aires, de un modo apabullante, a su antiguo ministro de Economía. Ni más ni menos. Deseosa de reivindicar su última gestión presidencial, que fue en verdad muy mala, consolidó los cimientos de esa idea y sobre ella construyó un edificio inteligente. A dos años de aquel doble experimento se aprecia, sin embargo, que su artefacto de poder no funciona y que su delegado en la Casa Rosada es un gestor increíblemente torpe, y también que su gobernador preferido se ha convertido en uno de los principales mariscales de la derrota. Axel Kicillof y su grupo de amigos de Palermo Progre, sin mucha experiencia en la vida real, fueron trasplantados al conurbano, y de esa repentina mudanza derivan la cruel desatención frente a la feroz inseguridad (tema de la “derecha” y “preocupación de ricos”), el cierre perpetuo de las escuelas (le regalaron a los gremios las llaves y perjudicaron a millones de padres e hijos de todos los segmentos) y el desdén por la iniciativa privada (“prioridades del neoliberalismo”), por la que sienten alergia desde su atalaya de estatismo oxidado y de asistencialismo improductivo. La educación, la paz y el trabajo fueron, en el conurbano, los ejes de la campaña opositora.

Con buen criterio -el miedo no es sonso-, la monarca de la calle Juncal temió siempre una explosión en las barriadas y procuró atenuarla o diferirla con planes y distintas ocurrencias y refuerzos; estos recursos de emergencia hicieron las veces de potentes analgésicos: contuvieron el dolor, pero también llamaron a engaño. El paciente seguía vivo y no incendiaba la calle como en 2001; parecía entonces que estaba más o menos curado. Pero la enfermedad avanzaba inexorablemente por dentro, carcomiendo el cuerpo social. Una curiosa paradoja: si se hubiera producido una especie de estallido quizá el Gobierno habría tomado nota y, alarmado, habría dejado de generar incongruencias y se habría enfocado con seriedad en un rumbo sensato y consistente. Pero la sociedad no hizo ruido y el mal silente reptó por el lado de la sombra. Guillermo Olivetto lo explicaba: hay en marcha una sorda implosión, al interior del consumidor de a pie y de los castigados hogares. Y algo más grave aún: “Desde 2001 que no se veía un proceso de movilidad descendente como el actual”.

Fue en ese marco de polvorín y declive en el que el oficialismo jugó con el encendedor y se dio todos los gustos: despreciar ex profeso la oferta de laboratorios occidentales para entregarse de pies y manos a la geopolítica de Rusia y China; instalar un vacunatorio vip para su casta de privilegiados; establecer la obscena campaña militante “una vacuna, un voto”; naturalizar los 110.000 fallecidos por covid-19 y dedicarse a festicholas privadas en reductos públicos mientras se le prohibía a la población salir de su casa, ir al trabajo y ganarse el pan, encontrarse con sus amigos y familiares, y hasta despedir a sus muertos. La sensación, en los territorios más pauperizados, era muy fuerte: “El eslogan ‘te estamos cuidando’ es una estafa”, se oía. Y fue en ese contexto de actos imperdonables, que finalmente no fueron perdonadas, en el que Cristina Kirchner toma la decisión de ir a elecciones con un mantra: Macri. Cuando no hay nada que mostrar, se debe mostrar enemigos. El conjuro, como quedó demostrado, no conjuró nada. Y a eso se agrega la segunda decisión, tal vez la más sorprendente de todas: como en el castillo literario la garante electoral es únicamente ella y el deseo del pueblo consiste simplemente en regresar a su “paraíso” perdido, resulta que no hace falta esta vez una carnada para centristas y moderados. Abducidos Alberto y Sergio por las doctrinas de La Cámpora y el Instituto Patria, ya ninguno de los dos servía para ese propósito, y al final no fueron reemplazados en el juego. No hacía falta. Se podría haber ganado en 2019 sin ellos; se puede repetir mismo la hazaña.

Diez días antes del cierre, quizá estudiando los ítems de una encuesta cualitativa, las principales espadas del kirchnerismo unido fueron a rematar a la red. Uno tras otro, en la tribuna y por radio y televisión, salieron bruscamente a explicar que después de los comicios se sentarían a negociar con la oposición, que ellos no se creían superiores a nadie, que Macri debería recuperar su “centro”, que no habían liberado a los presos más peligrosos de la Argentina y que nadie como su gobierno creía en la producción. Por contraposición, lo que detectaban en los sondeos era precisamente que la gente los criticaba por gobernar solos y por no tender puentes, por exhibir un gesto permanente de insólita superioridad moral, por abandonar el centrismo y abrazar los extremos, por ser más empáticos con los delincuentes que con sus cuantiosas víctimas, y por preferir los planes sociales al trabajo genuino. Creer que esta cadena de ostensibles defectos podía olvidarse con mera retórica de campaña ratifica el grado de subestimación que el “gobierno popular” tiene por su pueblo. Algo similar se verificó con el voto joven, que le era rebelde y que intentó conquistar arrojándole por la cabeza -con jerga de pendeviejo- el sexo y el porro.

A los plebiscitos los carga el diablo. Y el diablo metió la cola. No se votaban cargos ejecutivos, y entonces el ciudadano no politizado, que no está para hacer cuentas legislativas, solo se veía enfrentado a este dilema: ¿te gusta o te desagrada este gobierno? La respuesta fue lapidaria. Y la oposición, a no confundirse, fue elegida como piedra arrojadiza contra ese vasto muro de mediocridad, ineptitudes, soberbias y corruptelas intelectuales. Tuvo, eso sí, el mérito de mantenerse unida y firme en la tormenta y de transmitir un discurso antagónico y sin grandilocuencias ante a esta antología de camelos e iniquidades. No es poco. Pero todos deberíamos abrir todavía más el panorama y convenir que el escritor argentino Gonzalo Garcés tiene razón: “Cuando nos baje la emoción sería bueno pensar que el electorado viene castigando a los oficialismos desde 2013 (salvo en 2017) porque la Argentina se está empobreciendo y los victoriosos pasan a ser los odiados cada vez más rápido, a menos que logren parar la decadencia”. Como decía la vieja canción de Creedence: ¿quién parará la lluvia?.