Cruzar a pie el altiplano, la última frontera de los caminantes venezolanos

El sol se posa en línea recta en una meseta sin sombra. Con la respiración entrecortada por los 3.700 metros de altura, Anyier intenta reponerse sentada a la orilla de la carretera: hace siete horas cruzó a pie a Chile desde Bolivia, su quinta frontera desde que dejó Venezuela.

«Esto ha sido lo más difícil, horrible», lanza esta exempleada de la Siderúrugca Nacional (Sidetur), de 40 años, que el 25 de enero emprendió la travesía de más de 5.000 km junto a Reinaldo, un barbero de 26 años, y la hija de ella Dany, de 14.

Iquique

En Iquique, una ciudad de casi 200.000 habitantes, la pandemia ha golpeado fuerte.

Allí las residencias sanitarias siguen atiborradas de migrantes que deben hacer cuarentena sin poder tramitar ningún estatus migratorio o pedir refugio. A algunos los sacaron de esas residencias a un avión militar para deportarlos en febrero.

Desde antes de diciembre han llegado miles de migrantes a Iquique y más de 8.000 ingresaron por la frontera norte. Algunos tomaron buses hacia el sur de Chile, pero durante la crisis de la primera semana de febrero muchos fueron trasladados desde Colchane a este balneario.

«Pasamos el 31 de diciembre en esta plaza, no tenemos donde ir ni dinero. Hay gente que nos da carpas, nos cocinamos, algunos salen a hacer trabajitos, vender dulces o a pedir dinero», cuenta Anabella, de 26 años, y con dos niños pequeños que la rodean en la Plaza Brasil de Iquique.

Otros llegaron al final de la cuarentena en la ciudad, como Anyier y su familia. Desde ahí reciben envíos de dinero de amigos o familiares en distintos puntos de Chile y se compran el pasaje en bus a su nueva vida.

«Tengo los nervios de punta», dijo ella al llegar al terminal de buses de Iquique, repleto de inmigrantes venezolanos, colombianos y haitianos, varados por falta de dinero o papeles.

Anyier y su familia lograron llegar a Santiago el 23 de febrero, un mes después de dejar Guatire, y se dirigieron a la casa de su hermana, radicada aquí desde hace tres años. «Gracias a Dios, y ojalá nos vaya bien», afirma, abrazada a ella.