El aborto, un debate de palacio

Desde un punto de vista sociológico, resulta muy interesante ver, como si fuera un espectáculo, el debate sobre la legalización del aborto en la Argentina del último mes.

Por Ursula Basset – Un debate a toda velocidad para una sociedad que apenas despierta del letargo de una cuarentena inverosímil. Es el debate del «dale, dale, dale» como graficó un senador (J. Mayans), con una premura que nadie sabe explicar, salvo que fuera política. Esperemos que no, sería, cuando menos, vergonzoso.

Desfilan razones para justificar dar marcha atrás con una política de Estado consistente desde las fundaciones jurídicas de la Argentina en proteger la vida desde la concepción. Desde la libertad de vientres de la Asamblea del año XIII, al Código Civil de 1869; mantenida en 1989 al firmar y ratificar la Convención sobre los Derechos del Niño, reafirmada luego en 1994, con los Arts. 75 inc. 22 y 23 de la Constitución Nacional, y, más tarde, en el año 2015, con el nuevo Código Civil y Comercial.

No somos Uruguay, ni México, ni Francia, ni mucho menos Estados Unidos o el Reino Unido. A mucha honra, en este punto. No es episódico: nuestro sistema es consistente y coherente desde hace más de 200 años, en toda nuestra legislación. Para orgullo nuestro, Argentina protege al inmigrante, libera los vientres de esclavos, y se abre para todos los que quieran habitar nuestro suelo.

No es un debate que surja de las preferencias sociales. No interesa a la población más humilde, no es bien recibido por las comunidades originarias, repugna a la mayoría de los credos, no responde a las urgencias luego de más de 40.000 muertos, más de 62% de niños pobres (ODSA, UCA y UNICEF, 2020) o 68% de hogares jefatura femenina bajo la línea de pobreza (Encuesta Covid-19, UNICEF, 2020).

No es la principal causa de mortandad femenina según estadísticas del mismo Ministerio de Salud, su práctica no es clandestina, pues -contestable o no- desde el fallo F. A. L. (Corte Suprema, 2012), en casi todo el país se aplica el protocolo de abortos «no punibles».

No tiene por objetivo despenalizar a la mujer violada o a la niña abusada, lo que ya sucede en nuestro sistema, sino crear un derecho según el cual el Estado, que debería ser garante de toda vida humana sin discriminación, delega en toda mujer embarazada el derecho a decidir si su hijo vive o no por un período de 14 semanas y hasta minutos antes del parto, si alega razones de salud psicológica o de otra índole.

Se dice que esta ley no habilita el aborto selectivo. Pero el derecho libre a abortar se funda en la selección de la madre sin alegar motivos respecto de qué hijo vive y cuál no. Así lo han dicho a viva voz expositores de gran calibre académico y recursos económicos, contando sus propias decisiones sobre sus propios embarazos. Es la diferencia entre despenalizar, que es quitar la sanción penal en el caso de violación o riesgo a la salud o a la vida de la madre, y, crear un derecho. Crear un derecho a seleccionar qué hijo nace y cuál no, tiene una proyección cultural enorme: por dos meses y medio una madre tiene derecho exclusivo de vida y de muerte: todo lo contrario a la responsabilidad parental (que, por otra parte, se exige a rajatabla a quién lleva a término el embarazo, que podría ser imputada penalmente por abandono de hijo si no encuentra competencias para llevar adelante la crianza).

Más asombro aún causa que la bandera de la legalización sea un drama social abominable: el abuso sexual de niñas y adolescentes y su posterior embarazo, que este proyecto no hace otra cosa que convalidar. En su nueva versión incorpora, para atemperar esta impresión, la obligación de denunciar, que ya existe y es, por lo tanto, superflua. Lo cierto es que el proyecto encierra a las niñas y adolescentes abusadas en el ciclo mismo del abuso, pues indica que el referente afectivo las puede llevar a realizar la práctica (recordemos que el abusador pertenece al círculo íntimo de confianza de la niña en la mayoría de los casos). El ocultamiento y la amenaza suelen atenazar a la niña. Sin siquiera conserjerías interdisciplinarias y con la regulación radicalizada del proyecto según la cual cualquier palabra que vaya más allá de la información médica corre el riesgo de dar lugar a una denuncia penal; estas niñas quedarán sumidas en el silencio y la desesperación.

De ahí que este proyecto tan extremo, que crea un derecho a abortar selectivamente, mientras habla de despenalización; que deja solas a niñas y mujeres desesperadas, imponiendo penas a quién quiera tenderles una mano; que se embandera de los pobres y de una sociedad cuyas urgencias después de la pandemia se niega a escuchar. este proyecto no es sino, un proyecto de palacio.

Distinto sería estar discutiendo cómo proteger a las mujeres y niñas que cursan embarazos que no pueden sostener. Y, sobre todo, que nuestro derecho, más allá de la discusión de causales de despenalización, no ponga en manos de nadie el decidir quién tiene derecho a vivir y quién no. Porque, si esa decisión quedara en manos de alguien, entonces el derecho a la vida no sería un derecho, sino una gracia.

En fin, que todo esto recuerda a esas muchas escenas de la realeza dieciochesca, ajenas al pueblo que sufre, que se dobla bajo el peso de un año dramático, que pide paz y le ofrecen grieta. Un pueblo que, evidentemente no traspasa con su voz, al menos por ahora, el grueso muro que lo separa de las tertulias palaciegas.

Si el 2021 fuera el del gobierno para el pueblo, según las necesidades de todo el pueblo, sobre todo de quienes no tienen voz, de quienes más sufren y de los que se hunden si no tendemos una mano, tal vez habría esperanza. Claro que, con este proyecto esotérico (aunque bien real, palpable y muy significativo), ese horizonte, hoy, es improbable.