De la cajita de cristal al escarnio en las redes

Tanto Alberto Fernández como Mauricio Macri se convirtieron en monigotes de memes, permanentes objetos de brutales escarnios virtuales, ironías crueles y fake news al por mayor.

Por Pablo Sirvén – ¿Cuándo fue que la investidura presidencial, tan preservada durante décadas, terminó en el lodazal de las burlas y las difamaciones constantes?

Por mucho tiempo, las críticas enjundiosas eran territorio exclusivo de los grandes diarios, muy trabajados ensayos académicos y las piezas de gran calibre oratorio de los políticos opositores, pero siempre centrados en la acción gubernamental, sin bajar al agravio personal. En esas épocas, no había intercambio encarnizado de tuits sino que, en caso de ofensa, los agravios se lavaban en la sangre de un duelo donde la vida se ponía en juego por el honor.

El sistema político argentino que hace del Presidente una figura poderosa a la que se le debe respeto, más allá de las discrepancias ideológicas que se puedan tener fue algo que no se puso en discusión durante décadas. El primer mandatario era una figura preservada, que no se prodigaba con facilidad. Tal vez vivía en el otro extremo, dentro de una cajita de cristal, también inconveniente porque perdía contacto con la realidad. Se cuidaban mucho sus acotadas apariciones y hablaba solo en ocasiones muy puntuales.

Todo el mundo prestaba atención cuando había una cadena nacional porque el jefe del Estado la reservaba para mensajes trascendentales. Cristina Kirchner desvirtuó tanto ese dispositivo, particularmente en su segunda presidencia, al abusar del mismo varias veces a la semana por los temas más superfluos, que sus dos sucesores consecutivos (Macri y Fernández) la dejaron de lado casi por completo. En cambio se prodigaron, el primero especialmente a través de un uso intenso de las redes sociales, y el segundo en una vorágine sin pausa de declaraciones al paso, presentaciones ligadas al Covid (con y sin conferencias de prensa), múltiples entrevistas a canales y radios, sus tuits y sus polémicos retuits, y en estos días el heroico relato de la vacuna rusa.

Hipólito Yrigoyen fue elegido dos veces presidente y no se escuchaba su voz a nivel masivo. No sólo porque fue un líder parco e introvertido sino porque en sus épocas al frente del país (1916-1922 y 1928-1930, solo dos años por el golpe de estado que lo derrocó) tampoco eran comunes las concentraciones en adhesión a un dirigente. Aunque durante su primer mandato, en 1920, apareció la radio, Yrigoyen fue ajeno al influjo de los medios de comunicación de masas, cuya estrella máxima, durante el siglo XX, fue la televisión.

Juan Domingo Perón fue el primer jefe del Estado que jugó fuerte a desacartonar tan alto cargo al decidir bajar del frío pedestal en el que había sido puesto, para aproximarse al pueblo. El lenguaje campechano, la irrupción icónica de Evita cual hada madrina, la moto, el gorrito y tantos otros gestos y acciones fotografiados y filmados hasta el hartazgo por las huestes del zar de las comunicaciones peronistas, Raúl Apold, fueron labrando la leyenda para siempre de los «años felices», lo que creó una inédita cercanía de la gente con la institución presidencial.

A partir del primer debate presidencial difundido a gran escala desde los Estados Unidos (Nixon-Kennedy, en 1960), la exposición de los estadistas se fue haciendo cada vez más intensa. Antes, la radio había sido, especialmente entre los años treinta y cincuenta, el medio preferido por los grandes gobernantes, con mensajes controlados del principio al fin (así comenzaron las cadenas nacionales), con el plus misterioso de mantener oculta la imagen y solo dejar escapar al éter sus voces a veces seductoras; otras, electrizantes, en tiempos de guerra o de crisis.

Hasta Raúl Alfonsín inclusive, la investidura presidencial inspiraba un respeto reverencial, gustara o no el personaje. Ya sobre el final de su mandato, el primer presidente de la democracia recuperada accedió muy selectivamente a concurrir a alguno que otro programa prestigioso. Pero siguió siendo algo bastante inusual.

Fue Carlos Menem, durante sus dos gobiernos (1989-1999), el que abrió del todo las compuertas a cualquier tipo de informalidad. Desde bailar con una odalisca, a jugar en deportes de todo tipo, participar en sketches cómicos y hasta conducir Tiempo Nuevo, el programa de Bernardo Neustadt, el riojano disfrutaba de su costado más histriónico. Mucho menos dotado para eso, Fernando de la Rúa padeció caricaturas permanentes que lo ridiculizaban. El tiempo del kirchnerismo puro (2003-2015) coincidió con la irrupción del cambio de paradigma en las comunicaciones y esa facción peronista fogoneó la grieta nacida al intenso intercambio de posturas enfrentadas en ese nuevo soporte.

Los buenos argumentos y el debate de ideas fueron empalideciendo y menguando en tanto ascendían los comentarios cínicos, la fake news y el trollaje de cualquier color político. Por razones tal vez no tan ocultas, Macri y Fernández son como esos chicos de un aula revoltosa que ha decidido tomarlos de punto y hacerles bullying constante.