Después del funeral, lágrimas y esperanzas por el país

El país lloró por Maradona. Pero ese mismo día hubo motivos para llorar también por la Argentina.

Por Luciano Román – Hay instantes en los que se desnudan el alma, el temple y el verdadero carácter de una persona. Lo mismo pasa con los gobiernos, las instituciones y la dirigencia en general. El día del adiós a Maradona pudimos ver, una vez más, la verdadera fibra de la que está hecha la política argentina. Y lo que vimos también nos provoca tristeza, dolor y hasta ganas de llorar: vimos mezquindad y sectarismo, vimos arbitrariedad y oportunismo, vimos ineficacia e irresponsabilidad. Parecía que, además de velar a un gran ídolo deportivo, velábamos la oportunidad de una Argentina mejor.

Como ha ocurrido otras veces en la historia del país, la ciudadanía estuvo por encima de sus dirigentes. Vimos en las calles muchos abrazos entre camisetas de River y Boca. Eran algo más que una postal de convivencia: expresaban la comprensión, espontánea y a la vez profunda, de que hay momentos en los que se debe elevar la mirada, se debe actuar con grandeza, se deben suspender los enconos y las diferencias

Como ha ocurrido otras veces en la historia del país, la ciudadanía estuvo por encima de sus dirigentes. Vimos en las calles muchos abrazos entre camisetas de River y Boca. Eran algo más que una postal de convivencia: expresaban la comprensión, espontánea y a la vez profunda, de que hay momentos en los que se debe elevar la mirada, se debe actuar con grandeza, se deben suspender los enconos y las diferencias. Eso, que miles y miles de ciudadanos comprendieron ante la tristeza compartida, no pudieron entenderlo los máximos dirigentes del país. Los abrazos de camisetas antagónicas fueron un símbolo, pero no la única muestra de que la ciudadanía voló más alto que sus dirigentes. Voces como las de Valdano y Bielsa, o plumas como las de Kovadloff y Jorge Ossona, mostraron grandeza, profundidad y comprensión aun desde experiencias y universos que uno podría imaginar alejados de lo que simboliza Maradona. En el deporte, en la intelectualidad, en la calle, se pudo ver el alma de una ciudadanía madura, respetuosa, civilizada, más allá de minúsculas minorías desaforadas y de la vergüenza de Los Pumas. El poder, sin embargo, estuvo muy por debajo de lo que se esperaba de él.

La apresurada decisión de organizar (el verbo es excesivo, diría Borges) el velorio en la Casa de Gobierno exhibió, sin disimulo, una vocación de apropiarse de la ceremonia fúnebre para convertirla en el acto de una facción. «Maradona es nuestro», dijo el Gobierno. Entrelazó el dolor con el cálculo, el duelo con la política. Lo convirtió en una teatralización sectaria y excluyente. Si alguna vez el Presidente se autodefinió como aquel que venía a cerrar la grieta, no ha hecho más que cavarla en un momento en el que el pluralismo y la grandeza se ofrecían como una opción natural.

Tal vez valga la pena un ejercicio de realismo conjetural. Imaginemos al Presidente convocando a sus antecesores (Menem, Duhalde, Cristina Kirchner y Macri) a despedir juntos al ídolo nacional. Hagamos el esfuerzo de representarnos esa foto junto al féretro cubierto por la bandera y la camiseta argentinas. ¿No habría nacido allí una nueva esperanza para el país? ¿No habríamos ofrecido ante el mundo una imagen de madurez y sensatez? ¿Tan difícil era? Cada uno debería haber cedido un poco, por supuesto. ¿No se trata de eso la responsabilidad del dirigente? ¿No se mide por esos gestos la estatura de los estadistas? Lo dijo Hugo Alconada Mon en una brillante columna publicada en The New York Times y en la nacion: «Una vez más, la Argentina no perdió la oportunidad de perderse una oportunidad».

El problema no termina, por supuesto, en la triste imagen del caos y de la violencia que arruinaron el velorio. El problema es que el país debe enfrentar una situación de extrema fragilidad con este bagaje desolador. Nunca la situación económica, social, institucional, sanitaria y educativa ha sido tan desafiante. ¿La vamos a enfrentar con estos niveles de miopía y sectarismo político? Parece que sí. Pero parece peor aún. El gobierno nacional ha revelado una formidable impericia para organizar la despedida de Maradona. Ha exhibido un nivel casi grotesco de improvisación y de desorden. Muchos ya se lo han preguntado: ¿así van a organizar la campaña de vacunación masiva?

El funeral, como si fuera poco, ha debilitado más la palabra oficial, ha dilapidado hasta la última gota de coherencia y ha consagrado la contradicción y la irresponsabilidad en el manejo de la pandemia. La movilización a la Casa Rosada fue convocada por un gobierno que se pasó ocho meses pidiendo a los argentinos que se quedaran en sus casas, que ahora mismo mantiene las escuelas cerradas, prohíbe las reuniones de más de diez personas y ha decretado el distanciamiento obligatorio en todos los ámbitos públicos. ¿No se podría haber pensado otra forma de despedir al ídolo, sin aglomeraciones? La falta de imaginación, de ideas y de creatividad también parece ridiculizar aquel eslogan inaugural de «un gobierno de científicos». A esta altura, quizá nos conformaríamos con un gobierno que sepa organizar una fila.

La impericia y la iniquidad se han mezclado con otra vocación muy arraigada en el poder: la de eludir responsabilidades y echar las culpas a otro. Responde al manual más vulgar del oportunismo político. Mientras en la Casa Rosada volaba el busto de Yrigoyen, mudaban el féretro a las apuradas y estallaban gases lacrimógenos en las narices del Presidente, el ministro del Interior culpaba a Rodríguez Larreta. Cooperar y coordinar son verbos extraños para un gobierno que, filosóficamente, parece adherir a la frase más controvertida de Sartre: «El infierno son los otros». La culpa siempre será «de ellos». El adiós a Maradona sirvió, penosamente, para ahondar la grieta política y acentuar la polarización de un país que se empeña en dividir entre «ellos y nosotros».

Las escenas de la semana pasada consagraron también la ética de la arbitrariedad y el doble estándar. Las movilizaciones, cuando son en contra, son «las marchas del contagio»; cuando no, son «la expresión popular». El poder se ha acostumbrado a una suerte de hemiplejia valorativa, a mirar la realidad con el prisma de su conveniencia, a acomodar juicios y creencias con la ligereza de un oportunismo chabacano. Con esos criterios, se niega a sí mismo la posibilidad de comprender, de mejorar y, por supuesto, de tender puentes y gobernar para todos.

La discrecionalidad es tan injusta como dolorosa: mientras Insfrán les cierra la frontera a los propios formoseños y Abigail es sometida a una demora inhumana en el feudo de Zamora, el Gobierno exime de hisopado y cuarentena a periodistas extranjeros que vienen a cubrir el funeral. Nunca, en democracia, la norma ha dependido tanto del antojo y el arbitrio de los que gobiernan.

Es dramático que en esa brecha entre «ellos y nosotros» tampoco jueguen los límites de la ley penal. Si son «nuestros», no importa que sean barrabravas. Ese es otro de los mensajes que dejó el caos funerario. Jefes barrabravas con entrada prohibida a los estadios tuvieron acceso privilegiado a la Casa de Gobierno. Preferiríamos un país en el que las metáforas no fueran tan obvias.

Cuando miramos la conducta del poder, dan ganas de llorar por la Argentina, no solo por Maradona. Pero, igual que con esa figura multifacética y contradictoria del ídolo que acaba de morir, nos debemos el esfuerzo de mirar la complejidad de las cosas. Y así veremos que hay una ciudadanía vigorosa, capaz de achicar distancias para abrazarse en el dolor, capaz de actuar con respeto más allá de las diferencias, dispuesta a creer que «los otros» son un desafío y no un infierno. Tal vez llegue el día en el que la dirigencia se inspire en esos ejemplos ciudadanos. Nunca es tarde, al fin y al cabo, para la sensatez y la grandeza.