Alberto solucionó la herencia de Macri, ahora le falta resolver la de Cristina

El Gobierno debe definir el modelo de país que imagina para ver si el diálogo es posible Por Luciano Laspina - El acuerdo para la reestructuración de la deuda es una gran noticia para la economía argentina. La discusión sobre la estrategia negociadora quedará para los historiadores. Concentrémonos en los resultados de la negociación y en sus implicancias.

Si se aparta por un momento la hojarasca retórica, la verdad es que el acuerdo se cerró con una oferta que en valores presentes no difiere sustancialmente del acuerdo que selló Ecuador, con los mismos actores en la contraparte y con similares condiciones legales, que está lejos de las aspiraciones académicas que tenía el ministro Guzmán. Ecuador lo hizo en la mitad del tiempo, sin gatillar un default, y en base a negociaciones amigables con los acreedores. Ecuador redujo un 8,6% su stock de deuda y Argentina lo aumentó un 2,3%, por la capitalización de intereses atrasados. La reducción de intereses fue mayor en Argentina que en Ecuador y el estiramiento de plazos similar. En valores presentes, la oferta ecuatoriana está valuada en USD 59 dólares y la argentina en USD 55, una brecha de 7%.

El dogma de la sustentabilidad sucumbió ante el pragmatismo de la gobernabilidad. Desde el ala más acuerdista de la coalición de gobierno aseguran que el ministro Guzmán no está satisfecho con los términos del acuerdo, más allá del empoderamiento que recibió por el cierre de las negociaciones. En su fuero más íntimo probablemente sienta que se arriaron todas sus banderas: la de “la sustentabilidad” (entendida como la necesidad de ejecutar un recorte agresivo que representara un antes y un después al problema del endeudamiento) y la de “la nueva arquitectura financiera internacional” (entendida como una redefinición de las cláusulas contractuales para aumentar el poder negociador de los Estados relativo a los acreedores). Estos fueron los dos principios sobre los cuales se asentó la estrategia argentina desde un comienzo y que se fueron abandonando en la negociación para llegar al acuerdo.

Sin quitas de capital, el acuerdo redujo el cupón de intereses “promedio” pero terminó convalidando un cupón final de 5% a partir del 2030 que requiere un crecimiento de largo plazo de similar cuantía o un superávit primario (antes de intereses) de los cuales hoy se está muy lejos.

La postergación de los vencimientos del stock de capital en el tiempo y el step-up (la suba gradual) de los cupones sugieren que más que un alivio permanente se consiguió un respiro transitorio (¡bienvenido sea!). Es decir, “pateamos la pelota para adelante”, como otras veces.

Esto quiere decir que si antes del acuerdo éramos “insolventes” o “insustentables”, hoy también lo somos y viceversa. Un renuncio del ministro Guzmán o simplemente la confirmación de lo que veníamos diciendo: si se aproxima el problema de la deuda con la métrica más tradicional -la del ratio deuda a producto- el problema de la deuda no era ni es tanto el numerador -el stock de deuda- como el denominador -un producto que hace diez años está estancado en términos reales.

Casi el 80% del alivio financiero que genera el acuerdo está concentrado en los primeros cinco años y desde ahí los vencimientos de deuda comienzan a subir al igual que los pagos de intereses. Es una oportunidad que no debemos volver a desperdiciar, como pasó luego de la reestructuración de 2005-2010 cuando se dilapidó el oxígeno financiero que dio la reestructuración y se gastaron los ingresos temporarios de la “super soja” como si fuesen permanentes, para financiar un revoleo fiscal y una expansión del gasto público inéditos.

Financiar aumentos permanentes en los gastos con ingresos transitorios explicaron el quiebre de las finanzas públicas del cual no hemos salido hasta hoy. Después la historia terminó como sabemos. Primero el retorno de la inflación (2005-10), luego cepo cambiario y devaluación (2011-2015), deuda y crisis externas (2016-2018) y finalmente nuevo cepo con más inflación (2019-2020). Son datos de la realidad. Después cada uno póngale el color político que quiera.

Otra característica de la deuda argentina es su elevada dolarización, a falta de una moneda local estable. En Latinoamérica, la deuda pública en moneda extranjera no supera el 20% pero aquí trepa hasta el 80%. En este aspecto, el acuerdo tampoco aporta una solución.

En síntesis, el acuerdo por la deuda “compra tiempo” para repagar (mejora la liquidez) pero la célebre “sustentabilidad” -o la capacidad de repago- dependerá de que Argentina retome el camino del crecimiento. Salir del default y aliviar el peso de los vencimientos de deuda en el corto plazo es condición necesaria pero no suficiente. Prueba de ello son los más de diez años de estancamiento e inflación que viene sufriendo Argentina aún en tiempos en que seguíamos en default y sin acceso a los mercados externos de deuda.

El problema sigue siendo gastar más de lo que se recauda. Este año el déficit del presupuesto nacional será el más alto de los últimos 40 años. Para tener idea de magnitudes, la deuda externa reestructurada fue de poco más de USD 66.000 millones mientras que el déficit de 2020 será –según las proyecciones oficiales de la flamante Ley de Ampliación del Presupuesto- de más de USD 45.000 millones (medido al tipo de cambio oficial). Son 10 puntos del producto de déficit fiscal, similar al de 1974-75, 1981-82 y 1988-89 en los prolegómenos de grandes crisis inflacionarias.

Ahora es momento de presentar un programa económico de ordenamiento fiscal y monetario que trace una hoja de ruta capaz de balizar un camino de salida. Sin esto, los desequilibrios fiscales y monetarios nos podrían depositar en una nueva crisis inflacionaria.

Argentina está atravesada por una trilogía que compone una tormenta perfecta: la pandemia, la crisis de deuda -cuyas causas subyacentes son el déficit fiscal y el estancamiento económico que el acuerdo posterga pero no soluciona- y una depresión económica de más de diez años.

Evitar un nuevo default de la deuda o de la moneda (una devaluación) requiere resolver el déficit estructural y poner la economía a crecer. Para esto no alcanzan medidas aisladas de impulso a la demanda, como las que hoy monopolizan el discurso oficial, básicamente porque Argentina tiene un problema de oferta.

¿Por qué digo que el problema no es de demanda sino de oferta, más allá de caída coyuntural por la cuarentena? La inversión y el empleo llevan más de diez años de estancamiento y caída y los ciclos de recuperación del consumo generan más déficit comercial e inflación que aumento de la producción y el empleo.

Son problemas gestados durante el kirchnerismo que el gobierno anterior intentó pero no llegó a solucionar. La estrategia gradualista -social y políticamente loable- requirió de endeudamiento externo y sumó vulnerabilidad financiera a una economía de por sí inestable. Eso es cierto. Pero el problema de fondo fue y sigue siendo la incapacidad de crecer.

Solucionar el problema de oferta parte de reconocer que ese modelo de crecimiento está agotado y que solucionarlo requiere “barajar y dar de nuevo” en varios planos que son tabú para amplios sectores de la dirigencia política, empresaria y sindical. Básicamente consiste en eliminar los sesgos anti-empleo, anti-inversión y anti-exportación presentes en toda nuestra estructura impositiva y regulatoria, en los tres niveles de gobierno.

Destrabar el problema de oferta requiere -en simultáneo- bajar impuestos y equilibrar las cuentas públicas. Este milagro solo sería posible con un acuerdo político amplio para una reorganización del Presupuesto Nacional en base a una nueva priorización de objetivos. Sin un presupuesto más equilibrado no habrá recuperación sostenida. Y sin una recuperación sostenida no habrá un presupuesto equilibrado. Son dos caras de una misma moneda y, como sabemos por la experiencia reciente, se necesitan la una a la otra.

Para encarar este desafío es indispensable un gran acuerdo político. No creo equivocarme -porque converso diariamente con muchos actores de la política- que el gobierno cuenta con la oposición si decide presentar un plan económico para salir de la pandemia sin una crisis inflacionaria y una agenda para repensar las bases del crecimiento económico. Pero para el tango se necesitan dos. El Gobierno debe definir el modelo de país que imagina para ver si el diálogo es posible. Sin eso, todo lo anterior es imposible.