Coronavirus: relajar el confinamiento o profundizar la agonía económica

El gobierno y la sociedad argentinas enfrentan el mismo dilema que la mayoría de los países del mundo. Relajar el confinamiento corriendo el riesgo de que se disparen las cifras de contagios y muertes causados por la pandemia, o mantener una cuarentena relativamente estricta -sobre todo en el AMBA-arriesgándonos a que el desplome de la economía se profundice hasta provocar daños irreparables al tejido productivo y cause, a corto plazo, un empobrecimiento masivo y una progresiva disolución de los lazos sociales.

Por Guillermo Rozenwurcel Marcelo Cavarozzi – Hay dos circunstancias que tornan aún más dramático el panorama en la Argentina. Por un lado la inexistencia de financiamiento voluntario, tanto interno como externo, que de una parte limita dramáticamente el alcance de las políticas compensatorias orientadas a mitigar las necesidades de familias y empresas, y de la otra restringe severamente (y lo hará aún más si finalmente caemos en default) la capacidad de las empresas de operar normalmente y de invertir para expandirse en un eventual proceso de recuperación económica. Por el otro la extrema desconfianza en el peso, que en un futuro no demasiado lejano pondrá límites a la capacidad de financiar el creciente gasto público con emisión, al incrementar los riesgos de una espiral potencialmente caótica de aceleración inflacionario descontrolada, huída de depósitos y corrida cambiaria.

La alternativa al caos, claro está, es una salida gobernada. Entendiendo por tal un sendero construido políticamente, que permita transitar el estrecho camino de cornisa en que nos encontramos, evitando caer al precipicio de una estampida de contagios o al de un colapso económico de dimensiones bíblicas.

Durante dos meses Alberto Fernández ha privilegiado el esfuerzo por no despeñarnos por el precipicio sanitario, procurando mantener aplanada la curva de contagios, objetivo que está siendo logrado y que además, como señalan las encuestas, expresa las preferencias de la amplia mayoría de la población. En ese terreno los próximos pasos dependerán de la evolución de la enfermedad, teniendo en cuenta la gran incertidumbre prevaleciente sobre el comportamiento del virus y los resultados de las diferentes estrategias sanitarias que se aplican en Argentina y en el mundo. Téngase en cuenta que el presidente, como buen político que es, seguirá sosteniendo que la prioridad central es mantener bajos los números de infectados y de muertos, en la medida que ése es el terreno en el cual ha estado acumulando capital político.

Este enfoque plantea, sin embargo, un interrogante crucial: ¿cuál es la estrategia del gobierno para no desbarrancarse por la otra ladera, la del colapso económico y social? Hasta ahora la respuesta presidencial ha sido insatisfactoria. Por un lado, incurrió varias veces en la descalificación de quienes expresaron opiniones presuntamente contrarias a las suyas -decimos presuntamente porque Alberto Fernández todavía no ha explicitado cuál debería ser el rumbo para salir de la parálisis productiva.

Por el otro, muchas de las medidas tomadas han procurado reforzar la concentración de poder en el ejecutivo nacional en menoscabo del poder de los gobernadores, que sin la potestad de emitir dinero dependen del financiamiento del gobierno nacional, y del Congreso, relegado a un limbo de inocuidad, tanto por la sanción serial de DNUs como por la reticencia de los presidentes de las dos cámaras, ambos oficialistas, a implementar el funcionamiento pleno y efectivo de las comisiones y los plenarios.

Esto genera dos graves problemas. Uno, con efectos de largo plazo, es el debilitamiento de la democracia política y el estado de derecho por las presiones de las varias facciones de la coalición gubernamental que favorecen deslizamientos autoritarios como, por ejemplo, el repliegue del accionar de los organismos de control, las presiones sigilosas contra integrantes del poder judicial que no son vistos como afines y la amenaza de avanzar con una reforma no consensuada de ese poder.

El segundo, con efectos en el corto plazo, tiene que ver con el monumental desafío de conducir la economía hacia un sendero mínimamente sostenible. Dos son aquí las cuestiones más apremiantes. La primera explicitar una estrategia, por más flexible que sea dada la extrema incertidumbre reinante. La segunda alcanzar acuerdos mínimos sobre la distribución de los costos asociados a las medidas a adoptar, con los gobernadores y el Congreso en la arena política, y con los principales actores corporativos en la arena social. Teniendo en cuenta la pobreza de recursos disponibles, sólo así será posible enfrentar con alguna posibilidad de éxito tamaño desafío.
En un plano más operativo, resulta urgente la implementación de mecanismos de coordinación horizontal (sectorial) y vertical (territorial) necesarios para lograr que el estado, corroído tras décadas de destrucción y políticas de desmantelamiento, tenga un mínimo de eficacia en la implementación de sus políticas. También el establecimiento de un marco institucional adecuado para poner en marcha cuanto antes los procesos de negociación público-privados necesarios para hacer frente a la emergencia.

Contener el ritmo de avance de la pandemia no puede mantenerse como objetivo excluyente. La actividad productiva debe comenzar a descongelarse ordenadamente. De lo contrario corremos el riesgo de que la situación derive en una disrupción económica generalizada, con secuelas como el cierre masivo de empresas, la destrucción de capital, el aumento explosivo del desempleo y la pobreza, la crisis financiera e, incluso, el empeoramiento de la salud pública. En ese contexto los riesgos de una explosión social podrían estar esperándonos a la vuelta de la esquina.

En esta nueva etapa, teniendo en cuenta las diferencias territoriales, las políticas deben encarar progresivamente el reinicio de las actividades económicas hoy suspendidas, privilegiando inicialmente (con todas las salvaguardas sanitarias pertinentes) a los sectores empleo intensivos y generadores de divisas. Al mismo tiempo, mientras se prolonga la emergencia el esquema de apoyo directo a las empresas debe hacerse más efectivo, llegando a todas ellas independientemente de su tamaño, ampliando las facilidades impositivas y complementando el mecanismo crediticio (de escasa efectividad para quienes vieron desplomarse sus niveles de ventas, especialmente las micro y pequeñas empesas) con garantías oficiales y subsidios directos para el pago de salarios, alquileres y servicios públicos.
Complementariamente deben extenderse las rebajas salariales ya acordadas a toda la economía privada, con excepción de los pocos sectores beneficiados por la crisis, y al sector público, excluyendo docentes, personal de salud y de seguridad. Por último pero no menos importante, asegurar recursos para el funcionamiento de los gobiernos provinciales a fin de evitar, entre otras cosas, que se vean forzados por las circunstancias a emitir cuasi-monedas.

Más allá de la emergencia, no es posible esperar la llegada de una nueva «normalidad» a fin de prepararnos para ese nuevo escenario. Por ello es perentorio comenzar a definir lineamientos de funcionamiento para el futuro post pandemia, que permitan superar esta crisis y perfilar alternativas factibles de desarrollo.

Respecto a lo primero y aceptando que por ahora la política monetaria y crediticia no puede hacer otra cosa que financiar «pasivamente» el inevitable aumento de los déficit fiscal y privado, es preciso reconocer que esa expansión no puede ser ilimitada si se quieren evitar los riesgos de una corrida bancaria, la huida al dólar y un eventual desborde inflacionario. Por ello, es preciso empezar a diseñar alternativas de política para revertir el aumento del déficit fiscal, absorber la liquidez excedente y facilitar la negociación entre privados una vez finalizada la emergencia.

Pensando más allá del corto plazo, la nueva normalidad demandará repensar en profundidad el sistema de salud y las políticas sociales. Del mismo modo será necesario empezar cuanto antes a imaginar los posibles contornos de la nueva normalidad, para formular alternativas de políticas de transformación productiva consistentes con ella.

Por el momento es prácticamente imposible imaginar qué caminos seguirá el proceso de globalización, hoy en retroceso. Pero lo que resulta seguro es que nuestra economía no podrá prescindir del resto del mundo para generar las divisas que requiere nuestro crecimiento. Por eso, aislarse no es una opción y definir un adecuado posicionamiento internacional será fundamental, no sólo desde el punto de vista de nuestro comercio exterior sino de nuestra participación en los foros internacionales como el G20 así como en los organismos multilaterales, ámbitos donde se definirán los alcances, montos y mecanismos de la ayuda internacional que se destinará a las economías emergentes y de menores ingresos. Reforzar nuestro compromiso con el Mercosur debe ser una pieza crucial de ese posicionamiento.

Pero para llegar al mediano y largo plazo necesitamos sobrevivir al futuro próximo y éste nos plantea durísimos desafíos. Además de recuperarnos de las pérdidas humanas, el principal reto será cómo distribuir los costos directos e indirectos de la pandemia, tanto desde el punto de vista de los ingresos perdidos como de la destrucción de riqueza tangible e intangible. Para superarlo no contamos con panaceas de ninguna índole y no podemos esperar que la ayuda externa nos facilite significativamente la tarea.

Sólo hay disponibles dos caminos, ambos sumamente conflictivos. El primero implica una distribución caótica de los costos que perjudicaría principalmente a los sectores más humildes. Esta ruta tiene dos «ramales» que llevan a idéntico destino: uno, el de la licuación inflacionaria de los pasivos financieros públicos y privados; el otro, el del colapso financiero y cambiario resultante de mantener condiciones de mercado que harían insostenible el endeudamiento de ambos sectores.

El segundo consiste en facilitar la renegociación de las deudas privadas y equilibrar las cuentas fiscales, esto último sobre la base del ajuste del gasto público corriente (incluidos salarios), una tributación mucho más progresiva centrada en las personas físicas y, eventualmente, mecanismos de financiamiento compulsivo propios de situaciones de catástrofe.

Este camino abriría la posibilidad de una distribución ordenada y más equitativa de los costos. Pero transitarlo implicará que, a excepción de lo sectores más empobrecidos, todos los actores políticos, económicos y sociales deberán resignar demandas y sacrificar recursos.

Sería un funesto error de miopía política suponer que el gobierno podrá disciplinar a esos actores ‘alla Néstor’. No hay otro camino que negociar. El gobierno cuenta con dos mecanismos para hacerlo: uno constitucional y otro político-social. Ambos deberían ponerse ya mismo en marcha para iniciar ese proceso, especialmente complicado en una sociedad cuyos actores, sobre todo los más poderosos, cuentan con numerosos instrumentos para esquivarle el bulto a los sacrificios. El primero es el presupuesto, que inexplicablemente no ha comenzado a discutirse en el parlamento con el pretexto que todavía no concluyó la renegociación de la deuda. El segundo es la creación del Consejo Económico y Social, que fue presentado por Alberto Fernández como una de sus iniciativas políticas centrales al inaugurar su mandato.