Por Jorge Fernández Díaz – Se tiende entonces «a rechazar cualquier prueba y encontrar que la verdad deja de interesarnos -dice-. El engaño nos ha engullido». Y explica el fondo de ese mecanismo mental: «Simplemente, es demasiado doloroso reconocer, incluso ante nosotros mismos, que hemos sido engañados: cuando le damos poder e influencia a un charlatán, casi nunca podemos recuperarnos». John Carlin divulgó hace poco la brillante acepción que le aplica un articulista inglés al fenómeno del momento: «Populismo es la voluntad de los votantes de que se les mienta». Parece una boutade, pero se trata de una reflexión profunda: esa voluntad de timo no se encuentra meramente en el gobernante mentiroso, sino en ciudadanos que están ávidos de consumir la mentira. Las dos citas, tan distantes en el tiempo, aluden sin pretenderlo a una única novedad candente.
El kirchnerismo construyó una cerrada burbuja de sentido en la que diariamente, y a lo largo de cuatro años, se fue convenciendo una vez más de sus propios camelos. Habían legado una economía floreciente, el ajuste resultaba por lo tanto innecesario, la deuda se tomaba solo para beneficiar a los perversos amigos de Macri, había presos políticos en la Argentina, los corruptos encausados eran en verdad honestos militantes perseguidos por sus ideas. Y todo se arreglaba sacando a los malparidos de Balcarce 50, rompiendo con los acreedores, poniendo dinero en los bolsillos y llenando las heladeras. Ochenta días después, algunos de estos beatos se remueven nerviosos en los bancos de su parroquia, contienen la respiración, callan para no ser «funcionales a la derecha», militan el ajuste o susurran que este comienzo decepcionante no los representa.
Algunos fanáticos, que pernoctan desde hace años en la burocracia estatal, siguen en la resistencia: antes era para desbaratar cada decisión de Macri; hoy, para que el » neoliberalismo» no tiente a Fernández. Después de tanto lavado de cerebro, corre una soterrada incomodidad en esas filas: el ajuste regresa y es inocultable para jubilados y, vía impuestazos, para casi toda la clase media; el gobierno nacional y popular trabaja para llevarse bien con el Fondo (que ahora revisará sus cuentas), la economía pinta para un año recesivo, y la felicidad peronista instantánea era tan facilista e ilusoria como la lluvia de inversiones que bañaría a Cambiemos. Que, dicho sea de paso, ya tenía conversada informalmente la reprogramación de los vencimientos de deuda, trámite que se habría llevado a cabo con menos suspenso y trauma: Alberto realiza esa operación en nombre de un emblema mundial del populismo autoritario. Prendemos una vela para que lo consiga, porque el país pende de su pulso negociador.
Fuera de la burbuja, a los kirchneristas no les bastó con conseguir conchabo: hoy el que no está preso tiene un cargo; salvo honrosas excepciones, han ingresado a la estructura y ocupado puestos claves insolados, sanguijuelas y buscas de diverso pelaje. Vivir del erario es para ellos cuestión de vida o muerte: fuera de la pecera les entran convulsiones. Pero también necesitan ratificar que sus líderes son inocentes de haberle robado al pueblo. Algunos, por lo bajo, admiten que se hizo para sostener financieramente el «proyecto», y que este siempre es una revolución inconclusa. Otros persisten en su versión negadora: el lawfare, verso de la ultraderecha norteamericana que reindustrializaron luego los servicios cubanos y que el constitucionalista Roberto Gargarella acaba de calificar como una simple «pavada». Yo agregaría: un invento de vivillos para pavotes, que sin embargo contó con la anuencia papal.
Toda América Latina es testigo de cómo los Lava Jato no discriminaron ideología y cómo los corruptores -las grandes corporaciones privadas- por primera vez pagaron sus pecados. Es fácil imaginar una cena entre Alberto F. y Merkel o Macron: «¿Así que tenés presos políticos, Alberto? Y si los tenés, ¿no es hora de que el Poder Ejecutivo los libere?» F. regresó rojo de vergüenza de Europa: allí se había declarado «europeísta», mientras su socia y jefa confraternizaba en La Habana con el eje bolivariano, insultaba a la inmigración italiana y elogiaba al comunismo chino, que es una forma moderna de esclavismo: ver American Factory, el documental que ganó el Oscar. Como tantas veces en este verano iniciático, F. debió ponerse firme y al rato salir a rectificar sus dichos, en un zigzag degradante. Es que ningún mandatario tuvo hasta ahora una tarea más pesada: gestionar la Argentina y gobernar a Cristina Kirchner.
La Pasionaria del Calafate les permitió a sus «soldados» que lo contradijeran en público y erosionaran su autoridad presidencial. Los dolores de cabeza de Alberto no se los produjeron ni la oposición, que le votó su discutible proyecto madre, ni los medios, que siguen apostando a que saque al país de la estacada. Quienes más liman al presidente constitucional son sus socios, mastines que le ladran sin miedo y a veces lo hacen retroceder en chancletas. F. es culpable de estos infortunios: antes de volver a casarte con tu ex es necesaria una revisión meticulosa de las razones que los separaron, más aún cuando se trató de un divorcio escandaloso. Sostiene la teoría de las segundas nupcias que reencontrarse sin haber pasado por esa intensa meditación es como someterse a un mal tratamiento de conducto: tarde o temprano sobreviene un insoportable dolor de muelas.
La verdad es que Alberto Fernández fue el ideólogo del peronismo antikirchnerista, y que ese sector al que pertenecían Massa y Felipe Solá estaba aliado con Stolbizer y Lavagna. Coincidían todos en criticar la radicalización del cristinismo y en tomar distancia de la corrupción organizada; también, en no comprar el pescado podrido que la propaganda camporista vendía ni en subirse a los delirios de una política exterior que terminaba en Caracas.
Desde esa convicción, acompañaron los primeros pasos de Cambiemos (aunque vendiendo caro su apoyo) y no se plegaron a las intifadas ni a las actitudes destituyentes de la arquitecta egipcia. Ignorar que ambas experiencias, en paralelo y antagónicas, los hacía incompatibles y que solo una discusión a fondo podía cerrar en parte semejante zanja fue un acto de improvisación política. Frívolamente, los antiguos consortes volvieron a noviar y aceptaron compartir techo para ahorrar gastos.
Hubo boda precipitada, pero ya eran íntimos desconocidos; no se trataba de una sola tribu, sino de una familia ensamblada, y sin un macho alfa definido que ordenara la cría. El resultado es un conventillo. Y es por eso que cuando, por ejemplo, F. saluda a los deudos de Jorge Todesca, celebra su gestión y afirma lo que pensó siempre («repuso la sensatez»), el matrimonio peronista cruje. Porque F. se refiere a que Todesca volvió creíble el Indec después de la infausta intervención ordenada por Cristina para tapar los desastrosos guarismos de su programa económico. Ese simple comentario trastoca la ficción de que todo marchaba de maravilla en los tramos finales de la «década ganada».
Hasta el momento, nadie salió a ladrarle, y parece que F. no deberá enmendar ese responso. Pero la contradicción es permanente, tema a tema, y está a flor de piel. Oscar Wilde ironizó: «Lo único que hace emocionante un matrimonio es la infidelidad». Emocionante, pero también muy peligroso.