Por Eduardo Van Der Kooy – Ha pasado más de un mes del nuevo gobierno y resulta difícil afirmar que sus principales coordenadas de poder están trazadas de modo definitivo. Alberto Fernández posee, sin dudas, el gran protagonismo. El plano público es para él. Viene disipando los temores derivados de una construcción política que supo desafiar la lógica: la sombra de Cristina Fernández, dueña del liderazgo natural del oficialismo pero relegada por voluntad propia a la vicepresidencia, no lo está menoscabando.
Esa fotografía del amanecer no indica que la cuestión de fondo haya sido resuelta. Cuatro años están por delante. Los grandes conflictos aún no tomaron cuerpo. Apenas se insinúan. Habrá que ver, entonces, cómo supera el examen la existencia objetiva de un poder bifronte latente. Cómo se supera la contradicción de la densidad y papeles invertidos en la ecuación presidencial.
El Presidente y su vice encontraron en este corto tiempo una fórmula imaginativa. Alberto monopoliza la palabra pública que, aún con la incidencia inocultable de Cristina, se esmera por no apartar de la moderación. La vicepresidenta permanece muda. Un esfuerzo. Una curiosidad.
La cronología desnuda tal silencio. Cristina se exhibió como es desde que ganó las elecciones sólo en una oportunidad. Cuando debió declarar el 2 de diciembre pasado por el juicio de la obra pública. Que tuvo como beneficiario al empresario K, Lázaro Báez. Emergió autoritaria, provocadora e intimidante. Rememoró lo peor de sus cadenas nacionales en los ocho años de mandato.
Desde que asumió, en cambio, se limitó solo una vez a comandar la sesión del Senado por la Ley de Emergencia y difundió un saludo de fin de año a través de las redes.
Tal vez, la vicepresidenta se haya convencido de algo que había puesto en práctica en alguna de sus campañas. Su mejor versión asoma siempre cuando se envuelve con un perfil bajo. Alejada de las controversias y las altisonancias. Sabiendo explotar antes su imagen carismática para tantos que su palabra habitualmente prepotente que espanta a otros tantos.
Siguiendo el recorrido, se puede afirmar que la vicepresidenta ha tenido tres momentos cumbre. En los cuales hizo valer el liderazgo emocional por sobre las decisiones políticas. Ninguno, hasta ahora, logró superar aquella campaña asombrosa como viuda después de la muerte de Néstor Kirchner en 2010. De esa manera logró arrasar en las urnas en 2011. La maniobra del año pasado contó con un componente bien estratégico. Que por primera vez denotó la comprensión política sobre ella misma. Ungió a Alberto candidato y le cedió la línea de fuego. Así consiguió desalojar a Mauricio Macri. Ahora exhibe su segundo plano y el silencio como puntos fuertes del comienzo de la nueva gestión.
Cristina también mechó entre esos aciertos una cantidad de desatinos. No pocas veces colocaron en duda su destreza. Así podría explicarse la designación de Amado Boudou como vice en 2011. A los dos meses se convirtió en un dolor de cabeza. Hoy se victimiza junto a Julio De Vido y Milagro Sala como preso político. Tampoco se puede olvidar la terquedad para rechazar a Florencio Randazzo en Buenos Aires y empinar a Aníbal Fernández. O la ubicación de Carlos Zannini como gendarme de Daniel Scioli en el 2015 que desembocó en la gran victoria de Cambiemos. Además, los encapsulamientos del 2013 y 2017 que concluyeron en derrotas. Luces y sombras, como el común de los mortales. Jamás la infalibilidad que le suelen adjudicar sus fieles.
El silencio no significa ahora ninguna claudicación. Cristina ha tenido tanta o incluso más influencia que Alberto en la articulación del sistema general del poder. Aun cuando el Presidente optó por ciertas designaciones avinagradas para el paladar de la vicepresidenta. Las ha sabido aceptar. En pequeñísimos detalles podría descubrirse que la ambición de retorno de la ex presidenta posee también un componente de revancha. De capricho. Creyó, por caso, que debía ser consecuente con algunos incondicionales. Pese a que en su tiempo sólo le acercaron problemas.
Llevó de nuevo a la función pública a Martín Sabbatella. Un dirigente de ponderación por el piso para Alberto. Fue quien en su segundo mandato dio la batalla contra los medios de comunicación. De esa supuesta especialidad, ha pasado a presidir el organismo encargado de sanear la Cuenca Matanza-Riachuelo (Acumar). Sus conocimientos en la materia serían lo de menos. Existen allí recursos millonarios. Desembarcó junto a su amigo Daniel Larrache, que lo acompaña a todos lados. Otro ejemplo es el de la abogada Graciana Peñafort (le agrada que le digan Graciela), una de las autoras de la Ley de Medios que cayó en desuso. Sería injusto para ella equipararla en calidad con Sabbatella. Es la directora de Asuntos Jurídicos del Senado. Lleva, como Cristina, la frustración inconsciente de no haber podido ser nunca editora periodística. Minucias al margen, importa el hilo y las razones de ambos nombramientos.
Tampoco el actual silencio de Cristina significa prescindencia. Permite la tarea presidencial pero lleva implícitos ciertos condicionamientos. Se observan en la política exterior. Dificultan, tal vez, el trayecto que debe tomar Alberto en su propósito de ordenar la economía y posibilitarle a la Argentina, con el tiempo, superar su grave crisis.
El Gobierno requerirá de la ayuda de Donald Trump para encarrilar la renegociación de la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Pero el acercamiento a Washington se torna complejo por el sesgo de nuestra política exterior y los estruendos del jefe de la Casa Blanca. El último, la violenta escalada en el conflicto con Irán.
La ambivalencia argentina frente a los atropellos del régimen de Nicolás Maduro representa uno de esos escollos. La semana pasada milicias chavistas balearon a legisladores de la oposición que intentaban ingresar al Congreso. La Cancillería no dijo una palabra. Washington conoce más de lo que aquí se sabe acerca de la protección que goza el ex presidente de Bolivia, Evo Morales. No se cuestiona el refugio que le fue concedido después del golpe de fin del año pasado. Sí, en cambio, la asistencia logística y financiera que lo es facilitada para que su partido, el Movimiento al Socialismo, tenga chances de regresar al poder en las elecciones de mayo próximo. Morales auspició desde la Argentina la posible formación de milicias populares. Debió desdecirse luego de un llamado que le hizo el propio Alberto.
El afán por colaborar con Evo tiene una explicación según la geopolítica regional. Pero puede convertirse también en un factor de disputa con la oposición. El radicalismo blande un proyecto que piensa presentar en el Congreso solicitando la expulsión del ex mandatario de Bolivia. El mismo Sergio Massa, aliado clave de Alberto, le reclamó prudencia.
La administración de los Fernández desearía el retorno del llamado progresismo en Bolivia para que se deje de hablar sólo del eje objetivo entre Buenos Aires y Caracas. La soledad en la zona aumentará desde marzo cuando en Uruguay el presidente del partido Nacional, Luis Lacalle Pou, sustituya al Frente Amplio tras quince años consecutivos de poder. Los roces con la próxima gestión uruguaya despuntaron rápido. Aunque hayan sido disparados por motivos casi anecdóticos.
Existió otra señal que tampoco resultó auspiciosa. El gobierno de Macri trabajó sin suerte los cuatro años para incorporar a la Argentina como miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Iniciativa que Alberto y Cristina siempre cuestionaron. Trump acaba de inclinarse por Brasil. La relación con Jair Bolsonaro es otra cuestión pendiente e incierta que tiene el Gobierno.
Alberto acaba de saldar el vacío en su agenda internacional con su primera e inesperada salida al exterior. Visitará el jueves Israel, del halcón Benjamín Netanyahu, aliado vital de Washington, para asistir a la Conmemoración del fin del Holocausto. Es también una señal para la comunidad judía, sensibilizada en extremo por la continuidad del manoseo oficial sobre el atentado en la AMIA y la muerte del fiscal Alberto Nisman. Días más tarde será recibido en el Vaticano por el Papa Francisco. El Pontífice promueve un encuentro en el que coincidirán el ministro Martín Guzmán y la titular del FMI, Kristalina Georgieva.
La visita a Israel ofrece argumentos fundados. No puede ignorarse que significa una oportunidad que el Presidente pretende aprovechar para intentar despejar la confusión que cubre la política exterior de nuestro país. La salida coincide con el quinto aniversario de la muerte de Nisman que una parte de la dirigencia argentina se empeña mutar obscenamente de tragedia en espectáculo político.
El Gobierno continúa dedicado en demostrar que se trató de un suicidio. Busca invalidar el peritaje de Gendarmería que dictaminó homicidio. Mientras esa discusión pervive, regresa como una marea la interpelación acerca de las razones por las cuales Cristina firmó aquel Memorándum de Entendimiento con Irán. Es otro misterio que rodea la historia. Consecuencia de la muerte de Nisman. ¿Por qué acordar con quienes fueron acusados de cometer el peor acto terrorista en la Argentina? ¿A cambio de qué? Su explicación en el libro “Sinceramente” resultó indigna. La ilusión de observar ─arguyó─ a los iraníes imputados por la Justicia siendo indagados por un juez argentino. Y en Teherán. Una tomadura de pelo.
Su silencio parece en ese caso el único refugio posible.