Editorial La Nación - Los argentinos nos hemos habituado a convivir con la corrupción. Ya fuere la gran corrupción, entre funcionarios y empresarios, o la pequeña corrupción, de la vida cotidiana, donde nadie puede tirar la primera piedra.
No se trata de ir tan lejos como con el caso de los frigoríficos, denunciados por Lisandro de la Torre en 1935; las importaciones del Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI) en la década siguiente; los sobreprecios en el Mundial 78, o los enjuagues de la YPF estatal en los años ochenta. En la década del noventa, el público siguió con interés las peripecias de los casos IBM-Banco Nación; el Swiftgate y el Yomagate; los guardapolvos y la leche contaminada; el contrabando de armas a Ecuador y a Croacia; el contrato con Siemens para los DNI; la turbia venta de YPF a Repsol; Yacyretá, el monumento a la corrupción, y el caso Yabrán, entre muchísimos otros episodios.
A diferencia del menemismo, el kirchnerismo utilizó banderas progresistas como protección para multiplicar en forma exponencial las distintas modalidades de enriquecerse utilizando al Estado, su poder de compra, su capacidad de presión y su potestad de regulación.
Para desviar la atención hacia las empresas y evitar la persecución de los funcionarios, éstos han repetido la consigna "son negocios entre privados" o bien "si hay alguien que cobra, hay alguien que paga". Involuntariamente, estas frases señalan una realidad que, en la Argentina, ha carecido de incriminación penal.
La principal consecuencia de esta falencia es que las personas jurídicas tienen incentivos muy fuertes para hacer dinero a través de contratos con el Estado, bien logrados o mal habidos. Y con una adecuada ingeniería legal y contable, muchas han armado esquemas para "coimear" valga la expresión mediante formas diversas y en muchos casos burdas, pues el riesgo de sanción ha sido nulo frente al acicate de la ganancia proyectada.
Las compañías que cuentan con ingresos no declarados simplemente han corrompido mediante la entrega de valijas llenas de billetes, de moneda nacional o extranjera. Este mecanismo ha sido el preferido por compañías locales, más duchas en no dejar rastros de sus pisadas. Por dicha razón, cuando los casos detectados llegan a los tribunales, los únicos imputados han sido algunos funcionarios públicos descuidados y, pocas veces, los ejecutivos de menor rango de las firmas, pues los niveles directivos suelen alegar ignorancia respecto de los excesos de sus subordinados en el fragor de la gestión comercial.
Es más, pueden calificarse de perversos los incentivos que genera la normativa actual, ya que, una vez tomado el camino de la corrupción, el esfuerzo corporativo se focaliza en el ocultamiento de los hechos, el silencio de los involucrados y, eventualmente, su protección a cambio de mutismo mediante la contratación de abogados y, en ocasiones, el traslado a otros países para alejarlos de la prensa y los tribunales.
La Oficina Anticorrupción, dirigida por Laura Alonso, quien dedicó muchos años a este tema desde la Fundación Poder Ciudadano, ha elaborado, con la asistencia técnica del Centro de Estudios Anticorrupción de la Universidad de San Andrés, un proyecto de ley por el que se crea un régimen integral de responsabilidad penal para las personas jurídicas por delitos cometidos contra la administración pública y también, cumpliendo con acuerdos internacionales, por el mismo delito, pero cometido en el exterior. Las multas pueden alcanzar el 20 por ciento de los ingresos brutos anuales de la persona jurídica condenada, una cifra para intimidar a cualquiera.
El proyecto de ley estipula como uno de sus objetivos modificar los incentivos que tienen actualmente las empresas que interactúan con el Estado, para que, en el futuro, por convicción o por temor, prefieran tomar en serio este tema, haciendo de la probidad una prioridad corporativa, formando a sus empleados con programas de integridad y abriéndose a colaborar con las autoridades.
No solamente una norma como la propuesta puede impedir nuevos hechos de corrupción, sino que puede potenciar el rol único de las empresas en el entramado social como vehículos para educar a sus empleados, a sus familias y a la red de vínculos con quienes aquellos interactúan acerca de una nueva moral colectiva. Desde el punto de vista práctico, las empresas deberán establecer protocolos para prevenir irregularidades y, cuando la prevención falle, detectar e identificar conductas reprochables antes de que puedan plasmarse en actos de corrupción.
El proyecto de ley alcanza también a las entidades que carecen de fines de lucro, pues la corrupción sabe utilizar los disfraces que fueren necesarios para operar con éxito, desde asociaciones civiles, mutuales, cooperativas y hasta fundaciones. Lo mismo será el caso de las empresas con participación del Estado, frustrándose a quienes buscan algún membrete oficial para hacer negocios non sanctos. Todas ellas estarían bajo el mismo escrutinio si la ley entrase en vigor.
Como las personas jurídicas suelen evitar enviar sus propios ejecutivos a negociar "coimas", sino que prefieren usar intermediarios, la norma propuesta incluye los actos de corrupción realizados en su beneficio por quienes tengan un vínculo contractual, aunque no fuere de dependencia (proveedores, contratistas, agentes, distribuidores, licenciatarios, concesionarios, etc.).
El proyecto contempla también la ampliación de la jurisdicción del Estado nacional para juzgar a ciudadanos argentinos en los casos de cohecho con funcionarios públicos extranjeros, como lo establece la convención de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), aprobada por nuestro país, tema de importancia para la inserción de la Argentina en el mundo, pero de limitada relevancia frente a la epidemia de corrupción dentro de nuestras fronteras.
Pero también es cierto que, aunque sancionemos las mejores y más avanzadas leyes del mundo, ese control tampoco será posible si no contamos con funcionarios judiciales probos, honestos y eficientes.